Un millonario regresó a casa sin avisar y se quedó helado al ver lo que la empleada le hacía a su hijo. Los tacones de sus zapatos resonaban sobre el mármol reluciente, llenando el vestíbulo con un eco solemne. Javier había llegado sin avisar, mucho antes de lo previsto. Tenía 37 años. Una figura imponente, moreno, elegante, siempre impecable. Aquel día llevaba un traje blanco como la nieve y una corbata azul cielo que resaltaba el brillo de sus ojos. Un hombre acostumbrado al control, a los negocios cerrados en despachos de cristal, a las reuniones intensas en Madrid.
Pero ese día no quería contratos, ni lujos, ni discursos. Solo anhelaba algo real, algo cálido. Su corazón le pedía volver a casa, sentirla respirar sin la tensión que su presencia solía imponer. Ver a su hijo, al pequeño Mateo, su tesoro de 8 meses, un bebé de rizos oscuros y sonrisa desdentada. La última luz que le quedaba tras perder a su esposa. No avisó a nadie, ni a su equipo, ni a Marisol, la niñera de tiempo completo. Quería ver la casa tal como era sin él, natural, viva.
Y eso fue exactamente lo que encontró, aunque no como imaginaba. Al girar por el pasillo, se detuvo en seco. Al llegar a la cocina, sus ojos se abrieron. Su respiración se cortó. Allí, bañado por la luz dorada de la mañana, estaba su hijo, y con él, una mujer que no esperaba encontrar. Lucía, la nueva empleada, una chica joven de unos veintitantos años, vestida con el uniforme lila del personal doméstico, las mangas arremangadas hasta los codos, el pelo recogido en un moño imperfecto pero encantador.
Sus movimientos eran suaves, cuidadosos, y su rostro reflejaba una calma que desarmaba. Mateo estaba en una bañerita de plástico dentro del fregadero. Su cuerpecito moreno se sacudía de alegría con cada chorrito de agua tibia que Lucía vertía sobre su barriga. Javier no podía creer lo que veía. La empleada estaba bañando a su hijo. En el fregadero. Sus cejas se fruncieron, su instinto se disparó. Eso era inaceptable. Marisol no estaba, y nadie tenía permiso para tocar a Mateo sin supervisión. Dio un paso al frente, furioso, pero algo lo detuvo.
Mateo reía. Una risita pequeña, llena de paz. El agua chapoteaba suavemente. Lucía canturreaba una melodía, una que Javier no había escuchado en mucho tiempo. La misma canción de cuna que solía cantar su esposa. Sus labios temblaron, sus hombros se aflojaron. Observó cómo Lucía acariciaba la cabecita de Mateo con una toallita húmeda, limpiando cada pliegue con ternura, como si el mundo entero dependiera de esa tarea. No era un simple baño. Era un acto de amor.
Pero, ¿quién era Lucía en realidad? Apenas recordaba haberla contratado. Había llegado por una agencia después de que la anterior empleada renunciara. La había visto solo una vez. Ni siquiera sabía su apellido. Pero en ese momento, todo eso parecía irrelevante. Lucía levantó a Mateo con delicadeza, envolviéndolo en una toalla suave y dejando un beso tibio en sus rizos mojados. El bebé apoyó la cabeza en su hombro, sereno, confiado. Y entonces Javier no pudo más. Dio un paso adelante.
¿Qué estás haciendo? preguntó con voz grave.
Lucía se sobresaltó. Su rostro palideció al verlo.
Señor, por favor, déjeme explicarle susurró, apretando a Mateo contra su pecho. Marisol sigue de baja. Pensé que no volvería hasta el viernes.
Javier frunció el ceño. No iba a regresar, pero allí estaba, encontrándola bañando a su hijo en el fregadero como si fuera No pudo terminar la frase. Un nudo se formó en su garganta. Lucía tembló, pero sus brazos, aunque firmes, delataban el esfuerzo por mantenerse en pie.
Tuvo fiebre anoche confesó al fin. No era alta, pero lloraba sin parar. El termómetro no aparecía, y no había nadie más en casa. Recordé que un baño tibio lo calmaba antes y quise intentarlo. Iba a informarle, se lo juro.
Javier abrió la boca para responder, pero no salieron palabras. Fiebre. Su hijo había estado enfermo, y nadie se lo había dicho. Miró a Mateo, acurrucado contra el pecho de Lucía, murmurando adormilado. No había señales de dolor, solo confianza. Y sin embargo, la rabia hervía bajo su piel.
Pago por el mejor cuidado dijo en voz baja. Tengo enfermeras disponibles a cualquier hora. Tú eres la empleada. Limpias pisos, lustras muebles. No vuelvas a tocar a mi hijo.
Lucía parpadeó, herida, pero no discutió.
No quise hacerle daño, se lo juro por Dios dijo con la voz quebrada. Lo vi sudar, estaba tan inquieto No podía ignorarlo.
Javier respiró hondo, obligando a su pulso a calmarse. No quería gritar, pero tampoco podía permitir que una desconocida cruzara ese límite.
Llévalo a su cuna. Luego empaca tus cosas.
Lucía lo miró fijamente, como si no hubiera entendido.
¿Me está despidiendo?
Javier no repitió la orden. Solo la miró con los labios apretados. El silencio fue como una bofetada. Lucía bajó la cabeza y, sin decir nada más, caminó hacia la escalera, con Mateo aún envuelto, como si fuera la última vez que lo sostendría.
Javier se quedó solo junto al fregadero. El agua seguía goteando, un sonido que ahora le resultaba insoportable. Apoyó las manos sobre la encimera, su cuerpo tenso, su corazón golpeando como un tambor. Algo dentro de él se movía, algo que aún no entendía.
Más tarde, en su estudio, seguía inmóvil, las manos aferradas al borde del escritorio. La casa, por primera vez en mucho tiempo, estaba en silencio. Y ese silencio le calaba los huesos. No sentía alivio. No sentía victoria. Había dado una orden, había actuado con autoridad. Pero entonces, ¿por qué ese vacío?
Abrió la aplicación del monitor del bebé en su teléfono. Mateo dormía en su cuna, con las mejillas sonrosadas pero tranquilo. La imagen era borrosa por la tenue luz nocturna, pero se veía bien. Sin embargo, Javier no podía dejar de escuchar las palabras de Lucía resonando en su mente: “Tuvo fiebre. No había nadie más. No podía ignorarlo”. Un escalofrío le recorrió la espalda. No había sabido que su hijo estaba enfermo. Él, su padre, no lo había notado. Y alguien más, alguien a quien apenas conocía, sí lo había hecho.
Arriba, en la habitación de invitados, Lucía estaba de pie frente a la cama, con una maleta a medio cerrar y los ojos hinchados por el llanto. Su uniforme lila, que esa mañana había planchado con esmero, ahora estaba arrugado, manchado por las lágrimas. Sobre la ropa cuidadosamente doblada descansaba una pequeña foto gastada: un niño sonriente, de pelo castaño rizado y ojos llenos de luz, mirándola desde una silla de ruedas. Era su hermano. Había muerto tres años atrás.
Lucía lo había cuidado casi toda su juventud. Sus padres fallecieron en un accidente cuando ella tenía 21 años. Con su beca de enfermería en pausa, dejó los estudios para quedarse a su lado