Divorciarme a los sesenta y ocho años no fue un gesto romántico ni una crisis de los cuarenta. Fue admitir que había perdido. Que, después de cuarenta años de matrimonio con una mujer con la que compartí no solo el día a día, sino también los silencios, las miradas vacías durante la cena y todo lo que nunca se dijo en voz alta, yo no había sido quien debería. Me llamo Eduardo, soy de Salamanca, y mi historia empezó en la soledad y terminó con una revelación que nunca esperé.
Con Helena viví casi una vida entera. Nos casamos a los veinte, en los tiempos de Franco. Entonces había amor. Besos en los bancos del parque, charlas hasta tarde, sueños compartidos. Luego, todo se deshizo. Primero llegaron los hijos, luego las deudas, el trabajo, el cansancio, la rutina Las conversas se convirtieron en notas en la cocina: “¿Pagaste la luz?”, “¿Dónde está el recibo?”, “Se acabó la sal.”
Por las mañanas, la miraba y no veía a mi esposa, sino a una vecina agotada. Y seguramente, yo era lo mismo para ella. No vivíamos juntos, vivíamos uno al lado del otro. Yo, hombre terco y orgulloso, un día me dije: “Mereces más. Al menos, un soplo de aire fresco.” Y pedí el divorcio.
Helena no se resistió. Solo se sentó, miró por la ventana y dijo:
“Está bien. Haz lo que quieras. Ya no tengo fuerzas para luchar.”
Me fui de casa. Al principio, me sentí libre, como si me hubiera quitado un peso enorme de encima. Empecé a dormir del otro lado de la cama, adopté un gato, tomaba café en el balcón al amanecer. Pero pronto llegó otro sentimiento: el vacío. La casa se volvió demasiado silenciosa. La comida, sin sabor. La vida, demasiado previsible.
Entonces se me ocurrió una idea que parecía genial: encontrar a una mujer que me ayudara. Alguien como lo hacía Helenalavar, cocinar, limpiar, conversar. Preferiblemente más joven, alrededor de los cincuenta, amable, sencilla. Quizá una viuda. No pedía mucho. Pensé: “Al fin y al cabo, no soy mala compañíame cuido, tengo casa, una pensión decente. ¿Por qué no?”
Empecé a buscar. Hablé con los vecinos, solté indirectas. Hasta publiqué un anuncio en el periódico local. Breve y directo: “Hombre, 68 años, busca mujer para convivencia y ayuda en el hogar. Buenas condiciones, alojamiento y comida incluidos.”
Ese anuncio cambió mi vida. Porque, tres días después, recibí una respuesta. Solo una. Pero una carta que me hizo temblar las manos.
“Querido Eduardo,
¿De verdad cree que, en el 2020, una mujer existe solo para lavar calcetines y freír filetes? No vivimos en el siglo XIX.
Usted no busca compañía, alguien con alma y deseos, sino una empleada doméstica gratis disfrazada de romance.
Quizá debería aprender primero a cuidarse, a hacerse su comida y a limpiar su propia casa.
Atentamente,
Una mujer que no busca un señorito con un trapo en la mano.”
La leí cinco veces. Al principio, herví de rabia. ¿Cómo se atrevía? ¿Qué se creía? ¡Yo no quería explotar a nadie! Solo buscaba calidez, un hogar, un toque femenino
Pero luego reflexioné. ¿Y si tenía razón? Quizá solo buscaba la comodidad a la que estaba acostumbrado. ¿Esperaba que alguien llegara a hacerme la vida fácil en vez de construirla yo mismo?
Empecé por lo básico. Aprendí a hacer sopa. Luego, un cocido. Me suscribí a un canal de YouTube llamado “Cocina como la Abuela”, hice la compra con lista y planché mis propias camisas. Me sentía torpe, ridículo. Pero con el tiempo, dejó de ser una obligación. Era mi vida. Mi elección.
Hasta enmarqué la carta y la puse en la cocina. Un recordatorio: no busques salvación en otros sin salir primero del pozo solo.
Han pasado tres meses. Sigo viviendo solo. Pero ahora mi casa huele a comida. En el balcón hay flores que planté yo. Los domingos, hago bizcocho de naranjareceta de Helena. Y a veces me pregunto: “¿Debería llevarle un trozo?” Por primera vez en cuarenta años, entendí lo que es estar al lado de alguien no solo como marido, sino como persona.
Y si alguien me pregunta si quiero volver a casarme, diré que no. Pero si una mujer se sienta a mi lado en el banco del parque, no buscando un amo, sino solo para charlar, seguramente le diré algo. Solo que ahorayo ya seré otra persona.