Para ellos yo era la vergüenza, el hijo de piel morena y manos callosas que les recordaba el barro del que tanto intentaron escapar. Mi hermano, Javier, era el orgullo de la casa; de tez clara, pelo liso y una sonrisa que, según mi madre, abría todas las puertas. Yo era la sombra que lo seguía, el recordatorio tozudo de nuestros orígenes humildes.
Crecimos bajo el mismo techo, pero en mundos opuestos. Mientras a Javier lo enviaban a clases de inglés e informática en Madrid, a mí me tocaba ayudar a mi padre en la pequeña parcela que nos daba de comer. Tú eres fuerte como un roble, Luis. Naciste para el campo, decía mi padre, y aunque pretendía ser un elogio, siempre sonaba a condena. Yo no era listo, ni elegante; solo era fuerza bruta, un par de brazos útiles.
Mi madre, Carmen, era aún más dura. Cuando volvía del campo, con la ropa manchada de tierra y el sudor en la frente, ella fruncía el ceño. Mírate, lleno de polvo. Pareces un jornalero, no el hijo del dueño, murmuraba, asegurándose de que lo escuchara. Ve a lavarte, que vas a ensuciar el suelo que Javier acaba de fregar. Javier nunca fregaba. Javier leía en el sofá, mientras yo sentía el agua fría en la espalda, quitándome la tierra y la vergüenza.
El único que me entendía era mi tío Antonio, el hermano de mi padre. Él era la oveja negra, un carpintero que nunca quiso ascender según mi madre. Un día, mientras arreglaba una valla bajo el sol, mi tío se acercó.
¿Sabes por qué tu madre prefiere a tu hermano?, me preguntó sin rodeos.
Negué con la cabeza, con un nudo en la garganta.
Porque él se parece al hombre con el que ella soñó casarse. Y tú tú eres como nosotros, los que huelen a trabajo, no a colonia cara. Pero no dejes que eso te amargue, sobrino. El valor de un hombre no está en sus diplomas, sino en lo que construye con estas. Y me apretó las manos, rugosas como las mías.
La gota que colmó el vaso llegó el día de mis dieciocho años. Mis padres nos reunieron en la mesa. Javier había sido admitido en una universidad privada en Barcelona. Mi madre lloraba de orgullo.
Javier es el futuro de esta familia, Luis, dijo mi padre, sin mirarme. Él piensa, no solo trabaja. Por eso, hemos decidido poner las tierras a su nombre. Para que, cuando termine sus estudios, tenga capital para emprender.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Las tierras que había trabajado desde niño, el único lugar donde mi esfuerzo valía algo, me las arrebataban para financiar los sueños de mi hermano.
¿Y yo?, pregunté con voz temblorosa.
Mi madre me lanzó una mirada helada. Tú ya tienes un oficio. Siempre habrá quien necesite un hombre fuerte. No seas ingrato, esto es por la familia.
Esa noche no pegué ojo. Antes del amanecer, metí unas camisas en una bolsa y me fui a casa de mi tío Antonio. No me despedí. ¿Para qué? Para ellos, yo ya no existía hacía tiempo. Mi tío me acogió sin preguntas. Me dio un techo, comida y un rincón en su taller. Aquí se empieza barriendo virutas, me dijo. Y barrí. Barrí con rabia, con dolor, hasta que me sangraron las manos. Aprendí el oficio, la nobleza de la madera, la belleza de un corte perfecto. Con los años, el taller creció. Ya no era solo su aprendiz; me convertí en su socio. Fundamos una pequeña constructora. Empezamos con reformas, luego casas, y al final, urbanizaciones. Mi tío era el alma, yo el músculo.
Mientras, las noticias de mi familia llegaban como rumores. Javier se graduó con honores, pero su negocio nunca despegó. Gastó el dinero de vender parte de las tierras en un coche caro y viajes. Hipotecó lo demás en un proyecto estafa. Vivía de apariencias, ahogado en deudas. Mis padres, envejecidos, mantenían su mentira, vendiendo que su hijo triunfador solo pasaba por un bache.
Mi tío Antonio murió hace dos años. Me dejó todo, pero antes me hizo prometer que no olvidaría mis raíces. Su pérdida me dejó vacío, pero también una fortuna que ayudé a construir.
Hace un mes, recibí una llamada. Era mi padre. Su voz, antes firme, ahora temblaba. El banco iba a embargar la casa y las tierras que quedaban. Javier había huido, dejando una deuda impagable.
Luis, hijo, tartamudeó. Necesitamos ayuda. Eres nuestra última esperanza.
Ayer nos sentamos en la misma mesa donde me condenaron. Mi madre no alzaba la vista del mantel desgastado. Mi padre parecía un anciano. Javier no estaba. Cobarde.
Sé que no tenemos derecho a pedirte nada, susurró mi madre, con lágrimas en las mejillas. Fui una mala madre. El orgullo me cegó. Pero es tu casa, Luis. La tierra de tu abuelo.
La miré, viendo por primera vez no a la mujer que me despreció, sino a una extraña derrotada. Recordé sus palabras, su frialdad, mi soledad. Me levanté, me acerqué a la ventana y observé la tierra que una vez fue mi mundo.
Voy a pagar la deuda, dije al fin. Un suspiro de alivio llenó la habitación. Mi madre empezó a balbucear un gracias, hijo.
La interrumpí, volviéndome hacia ellos. Mi voz sonó firme, sin vacilar.
Voy a pagar la deuda y quedarme con todo. Pero no se engañen. Hice una pausa, dejando que mis palabras pesaran. Esta tierra no es para salvaros a vosotros. Es para honrar al único hombre que me vio a