Un día, mi marido regresó de casa de su madre, suspiró hondo y sugirió hacer una prueba de paternidad a nuestra hija de dos años: «No por mí, sino por mi madre».
Medio año antes de nuestra boda, no paraba de decirle a su hijo: «No te cases con ella, no te merece» relata Mariana, de treinta años, con la voz temblorosa de dolor. «Es demasiado guapa, ¡va a andar por ahí!». En su momento, nos reíamos y bromeábamos diciendo que Diego debería haberse buscado una «sirena», así no habría confusión. Pero ahora no tenemos ganas de reír. ¡Ningunas!
Mariana no se considera una belleza deslumbrante. Una chica normal de las afueras de Madrid, se cuida como cualquier otra. Esbelta, arreglada, viste con modestia, siempre ha sido exigente en sus relaciones y ha sabido hacerse respetar. Por qué su suegra, Doña Guillermina, decidió que Mariana era frívola e infiel, sigue siendo un misterio. Pero aquella mujer convirtió la vida de su nuera en una pesadilla.
Llevan cuatro años casados y tienen una hija. Mariana está de baja maternal, sus días son una sucesión interminable de cocinar, limpiar y cambiar pañales. Las únicas personas con las que habla son otras madres en el parque. Pero la suegra no ceja. Sospecha que Mariana la engaña, la vigila como un detective de telenovela barata.
¡Siempre me ha espiado! suspira Mariana, los ojos llenos de lágrimas. Llamaba, verificaba, aparecía sin avisar, intentaba controlar cada paso. Al principio, lo tomaba a broma, se lo contaba a Diego y nos reíamos. Pero esto es agotador. Ya he perdido la paciencia varias veces, hemos discutido feo. Ella se calmaba un tiempo, pero luego volvía con más fuerza.
El primer escándalo ocurrió meses después de la boda. Doña Guillermina apareció de repente en el trabajo de Mariana. Sin avisar, sin motivo. Quería comprobar: ¿realmente trabajaba allí su nuera? ¿O le mentía a su marido, diciendo que estaba en la oficina cuando en realidad andaba con amantes?
¡Ni siquiera sé cómo la dejaron entrar! recuerda Mariana, la voz temblando de indignación. El edificio tiene seguridad, los visitantes solo entran con cita. Casi me caigo de espaldas cuando la recepcionista la trajo hasta mí: «Tiene visita». Le pregunté: «Doña Guillermina, ¿qué hace aquí?». Y ella respondió: «He venido a ver dónde trabajas». ¡Y miraba para todos lados! La oficina es abierta, todo el mundo frente al ordenador, todo a la vista. Ni quiero imaginar qué habría hecho si tuviera despacho propio.
Más tarde, la recepcionista, Catalina, le confesó que la mujer le había hecho montones de preguntas. ¿Cuánto tiempo llevaba Mariana trabajando allí? ¿Llegaba tarde? ¿Con quién hablaba? ¿Había alguien especial en la oficina? «¡Le dije que estaba casada, que tenía marido!», añadió, desconcertada. Mariana estalló de rabia. En casa, se desahogó con Diego: «¡Tu madre ha superado todos los límites! Háblale, esto no es normal. Solo faltó que mirara debajo de la mesa buscando un amante. ¡Pero quién sabe si no lo hizo!».
Diego pareció tener una charla seria con su madre. Hubo una tregua. Doña Guillermina solo llamaba por las noches, preguntaba cómo iban las cosas, enviaba bizcochos caseros. Mariana empezó a creer que la tormenta había pasado. Se equivocaba.
El siguiente incidente ocurrió cuando Mariana estaba embarazada, pero aún trabajaba. Con un resfriado, pidió la baja y dormía en casa, con el móvil apagado, cuando oyó golpes violentos en la puerta y el timbre sonando sin parar. «¡Me levanté pensando que era un incendio o una emergencia! recuerda. Miré por la mirilla y era mi suegra, con una cara aterradora, pateando la puerta y tocando el timbre. Tuve miedo de abrir, llamé a Diego: “Ven ahora, no sé qué pasa”. Él llegó en veinte minutos. ¡Y ella estuvo todo ese tiempo esperándome!».
Los dos reprendieron a Doña Guillermina. Mariana amenazó con llamar a la policía y a un psiquiatra si se repetía. «¡Mantenla lejos de mí!», exigió a su marido. Y, de nuevo, hubo calma.
Mariana dio a luz a una niña, pero la suegra ni siquiera miró a su nieta. Más tarde, se supo por qué. No creía que fuera suya. «Claro, yo ando por ahí, ¿cómo iba a ser hija de Diego?», ríe Mariana, con amargura. La razón? En la familia de su marido, solo nacían niños. Una niña, en la lógica de Doña Guillermina, era prueba de infidelidad. «Ignoré esa locura dice Mariana. No hablo con ella. Diego la visita, va una vez al mes, pero sin nosotras. Quizá sea mejor así. Nunca le confiaría a mi hija».
Pero lo peor estaba por venir. Hasta que, una tarde, Diego volvió de casa de su madre, respiró hondo, dudó y propuso hacer la prueba de paternidad. «No es por mí, Mariana, ¡te lo juro! se defendió, agitando las manos. No tengo dudas. ¡Es por mi madre! Quiero que se calme, de una vez por todas. Se ha vuelto loca, y tengo que escuchar esto».
Mariana soltó una carcajada amarga. «¿Por tu madre? repitió, la voz temblando de rabia. Más te vale admitir que le has creído. Sabes que nunca parará. Hacemos tres pruebas en clínicas distintas, y dirá que los médicos están comprados y los resultados son falsos. ¡No voy a bailar al son de su flauta, se acabó!».
No cuesta nada hacer el test insistió Diego.
¿Para qué? Mariana lo miró fijamente, conteniendo las lágrimas. Yo sé quién es el padre. ¿Y tú? Si necesitas la prueba, hagámosla. Pero primero, pedimos el divorcio. ¡No vivo con un hombre que no confía en mí!
Sus palabras flotaron en el aire como una sentencia. La confianza en la familia se resquebrajaba, todo por culpa de una suegra cuyas sospechas envenenaban sus vidas. Mariana se siente al borde del abismo y no sabe cómo salvar a su familia de esta locura.