Querido diario,
Hoy estaba sentada en mi escritorio cuando alguien llamó a la puerta de la oficina. Julián asomó la cabeza, mirando el espacio que siempre me ha parecido familiar, pero con una mirada que ahora sentía extraña.
¿Puedo entrar? preguntó, aunque ya había cruzado el umbral.
Asentí sin apartar la vista de la pantalla. La casa la heredé de mi tía Luisa hace cinco años: espaciosa, luminosa, con tres habitaciones. Transformé una de ellas en mi refugio de trabajo, donde reina el orden y el silencio.
Mira comenzó mi marido, sentándose en el borde del sofá, mis padres siguen quejándose del ajetreo de la ciudad.
Me giré por fin hacia él. Después de más de diez años de matrimonio he aprendido a reconocer sus entonaciones; ahora su voz mostraba cierta duda.
Mamá dice que duerme mal por el ruido prosiguió Julián. Y papá ya no aguanta tanto correr de un lado a otro. Además, el alquiler sigue subiendo.
Ya veo respondí brevemente y volví a mi trabajo.
Sin embargo, las quejas de sus padres no cesaban. Cada noche Julián encontraba un motivo distinto para mencionarlas: la presión del aire urbano, los vecinos ruidosos del piso de arriba, la escalinata empinada del edificio.
Sueñan con tranquilidad, ¿sabes? dijo una vez durante la cena. Con paz, con un verdadero hogar.
Masticaba despacio, reflexionando. Julián nunca había sido tan hablador; esa atención a los problemas de sus progenitores me resultaba extraña.
¿Qué sugieres? le pregunté con cautela.
Nada especial encogió de hombros. Sólo pensaba en ellos.
Una semana después noté que mi marido entraba a mi despacho con más frecuencia de lo habitual. Al principio bajo pretexto de buscar documentos, luego simplemente por pasar. Se quedaba mirando la pared como midiendo algo con la vista.
Qué bonita habitación comentó una tarde. Luminosa, espaciosa.
Levanté la mirada de los papeles. Había en su tono algo nuevo, como una evaluación.
Sí, me gusta trabajar aquí respondí.
Sabes dijo acercándose a la ventana, tal vez deberías pensar en trasladar tu puesto al dormitorio. También podrías montar un escritorio allí.
Algo se tensó dentro de mí. Dejé el bolígrafo y lo miré detenidamente.
¿Por qué debería mudarme? Me resulta cómodo aquí.
No lo sé murmuró. Sólo se me ocurrió.
Pero la idea de mudarme no me dejaba en paz. Empecé a notar cómo Julián recorría el despacho, reorganizando mentalmente los muebles, deteniéndose en el marco de la puerta como si ya viera otro escenario.
Escucha dijo unos días después, ¿no crees que ya es hora de liberar tu oficina? Por si acaso.
La frase sonó como una decisión ya tomada. Me sobresalté.
¿Por qué tendría que liberar la habitación? pregunté más aguda de lo que pretendía.
Pues nada más vaciló. Pensaba que podríamos tener una estancia para invitados.
Ya lo entendía. Todas esas conversaciones sobre sus padres, esos comentarios casuales sobre el despacho formaban parte de un mismo plan, un plan en el que mi opinión parecía no contar.
Julián dije despacio, dime la verdad. ¿Qué está pasando?
Se dio la vuelta hacia la ventana, evitando mi mirada. El silencio se alargó. Sentí que algo ya se había decidido sin mi participación.
Mis padres están realmente cansados del bullicio de la ciudad empezó con cautela. Necesitan paz, ya sabes.
Me puse de pie, la ansiedad me invadió, esa que había intentado ignorar durante semanas.
¿Y qué propones? pregunté, aunque ya imaginaba la respuesta.
Somos una familia dijo, como si eso lo justificara todo. Tenemos una habitación de sobra.
Una habitación extra. Mi despacho, mi refugio, mi espacio una habitación extra. Apreté los puños.
Eso no es una habitación extra repuse lentamente. Es mi oficina.
Sí, pero puedes trabajar en el dormitorio encogió los hombros. Mis padres no tienen otro sitio donde ir.
La frase sonó ensayada. Comprendí que esa conversación no era la primera, solo que no me la habían dicho a mí.
Julián, esta es mi casa exclamé con firmeza. Y nunca acepté que tus padres se mudaran aquí.
¿Y a ti no te importa? replicó, irritado. Somos familia, ¿no?
Otra excusa: familia. Como si pertenecer a ella anulara mi voz. Me acerqué a la ventana, intentando calmarme.
¿Y si me importa? pregunté sin volver la vista.
No seas egoísta lanzó. Se trata de gente mayor.
Egoísta. Por no ceder mi espacio de trabajo. Por pensar que esas decisiones debían discutirse. Miré a mi marido.
¿Egoísta? repetí. ¿Por querer que se tenga en cuenta mi opinión?
Vamos, es un deber familiar despachó. No podemos abandonarlos.
Deber familiar. Otra frase bonita para acallarme. Pero ya no iba a quedarme callada.
¿Y mi deber conmigo misma? pregunté.
Deja de dramatizar desestimó. No es gran cosa, solo mover el ordenador a otra habitación.
No es gran cosa. Mis años de esfuerzo creando el despacho perfecto, reducidos a no es gran cosa. De pronto vi a mi marido como nunca antes.
¿Cuándo decidiste todo? susurré.
No decidí nada intentó justificarse. Sólo estaba pensando en opciones.
Mientes le dije. Ya hablaste con tus padres, ¿no?
El silencio habló más que mil palabras. Me senté en la silla, intentando asimilar lo que sucedía.
Así que consultaste a todos menos a mí afirmé.
¡Basta! exclamó. ¿Qué importa a quién se ha hablado?
¿Qué importa? Mi opinión, mi consentimiento, mi hogar ¿Qué importa? Me di cuenta de que actuaba como si fuera él el dueño, ignorando mis derechos.
A la mañana siguiente Julián entró en la cocina con el aire de quien ha tomado una decisión definitiva. Yo, con una taza de café, esperé la continuación de la conversación de ayer.
Mira empezó sin preámbulo, mis padres han decidido mudarse.
Levanté la vista. No había espacio para discusión en su tono.
Despeja una habitación en la casa, ahora mis padres vivirán allí añadió, como dando una orden.
Para mí fue un momento de revelación. No me habían consultado; él no solo no preguntó, sino que me excluyó de la decisión.
La taza tembló en mis manos. Todo giró dentro de mí al comprender la magnitud de la traición. Julián esperó mi reacción como quien da órdenes a un sirviente.
¿Hablas en serio? dije despacio. ¿Te has tomado la libertad de decidir por mí? ¡Ayer dejé claro que estaba en contra!
Cálmate despachó. Es lógico. ¿Dónde más podrían vivir?
Coloqué la taza sobre la mesa y me puse en pie. Mis manos temblaban ligeramente por la ira acumulada.
Julián, me has traicionado afirmé con claridad. Has puesto los intereses de tus padres por encima de nuestro matrimonio.
No dramatices murmuró. Es la familia.
¿Y yo qué soy? ¿Una extraña? mi voz se agudizó. Violaste mis límites e ignoraste mi voz en mi propia casa.
Julián dio la espalda, sin esperar esa reacción. Todos estos años había aceptado sus decisiones; ahora algo se había roto.
Me tratas como a una empleada continué. Decidiste que debía aguantar y quedarme muda.
Deja de histéricos replicó, irritado. No pasa nada serio.
Nada serio. Mi opinión ignorada, mi espacio arrebatado y todo no pasa nada serio. Me acerqué a él.
Me niego a ceder mi habitación dije firme. Y mucho menos a dejar que tus padres entren en la casa sin haber sido invitados.
¡Cómo te atreves! exclamó. ¡Son mis padres!
¡Y esta es mi casa! grité. ¡No viviré con un hombre que me trata como a nadie!
Julián retrocedió, viendo por primera vez la furia que llevaba años ocultando. En mis ojos ardía una determinación que nunca había notado.
No lo entiendes se defendió, confundido. Mis padres cuentan con nosotros.
Y tú no me entiendes a mí interrumpí. Diez años y todavía no comprendes que no soy un juguete en tus manos.
Caminé hacia la cocina, reuniendo mis pensamientos. Palabras que llevaba años acumulando estallaron.
¿Sabes qué, Julián? le dije, volteándolo. Sal de mi casa.
¿Qué? se quedó boquiabierto. ¿De qué hablas?
Ya no quiero vivir con un hombre que no me considera respondí, lenta y clara.
Julián intentó hablar, pero no encontró palabras. No esperaba esa vuelta.
Esta es nuestra casa balbuceó.
Legalmente la casa me pertenece a mí le recordé, fría. Y tengo todo el derecho de echarte.
Él se quedó paralizado, sin creer lo que oía. El impacto lo hizo comprender que había cruzado una línea invisible.
Ira, hablemos con calma intentó. Podemos llegar a un acuerdo.
Demasiado tarde interrumpí. El acuerdo debió hacerse antes de que tú decidieras.
Julián trató de objetar, pero la terquedad que vi en mis ojos le dejó sin palabras. Ya no era la esposa sumisa que había hecho concesiones durante años.
Empaca tus cosas dije, serena.
Una semana después me encontré en mi despacho disfrutando del silencio. La casa parecía más grande sin la presencia de extraños. El orden que tanto valoro había vuelto a restaurarse.
No sentí remordimiento. Dentro se asentó la certeza de que había hecho lo correcto. Por primera vez en muchos años defendí mis límites y mi dignidad.
El teléfono sonó. Era el número de Julián. Lo rechacé y volví a mi trabajo. El amor y la familia son imposibles sin respeto, y ningún deber familiar otorga a nadie el derecho de pisotear a la persona que está a su lado.
Lo entiendo, al fin y al cabo.