Lucía se convierte en asistenta y, en la habitación de su jefe, se topa con la foto enmarcada de su madre.
Lucía acababa de ser contratada como asistenta en Madrid y se dirigía a su primer trabajo. Era una casa preciosa en el barrio de Salamanca, pero algo la dejó helada: en el despacho, sobre la chimenea, había una foto enmarcada de su madre. En ese momento, entró un hombre.
“Voy a hacer un trabajo impecable”, se repitió Lucía para darse ánimos. Ella y su amiga Martina habían llegado a Madrid hacía unos días para perseguir su sueño de triunfar en el teatro.
Pero antes necesitaban un trabajo para pagar el alquiler de un piso. Por suerte, Martina había encontrado empleo en una tienda de ropa y Lucía en una empresa de limpieza.
Era perfecto: no ocupaba demasiado tiempo y a ella le gustaba limpiar porque la relajaba. Además, si la casa estaba vacía, podía practicar su canto.
Sin embargo, justo antes de entrar en esa primera casa, recordó el rostro de su madre. Su madre, Elena, no quería que persiguiera esos sueños, y menos aún que viviera en Madrid.
Lucía había nacido y crecido en Toledo, que no estaba tan lejos. No tenía padre, y su madre nunca había hablado de él. Por alguna razón, Elena odiaba Madrid. Además, había sido sobreprotectora toda la vida, lo que empujó a Lucía a escaparse.
Cuando ella y Martina planearon su huida, sabía que su madre nunca lo permitiría. Incluso sospechaba que fingiría una enfermedad para retenerla. Pero Lucía tenía que luchar por sus sueños: era su vida. Así que dejó una nota en el tocador de su madre mientras dormía y se marchó.
Habían pasado varios días y Elena no la había llamado, algo extraño. Lucía supuso que estaría enfadada. Con suerte, la perdonaría cuando Lucía debutara en el teatro. Por ahora, debía centrarse en limpiar aquella casa.
Según la empresa, un hombre mayor vivía solo allí, así que no estaría muy desordenado. Lucía entró finalmente con la llave escondida bajo el felpudo, como le indicaron, y empezó a trabajar sin demora: primero la cocina, luego el salón y después el dormitorio.
Dudó un momento al llegar a un despacho de aspecto solemne, pero no había ninguna prohibición expresa de entrar. Decidió no tocar demasiado los objetos del escritorio y siguió limpiando.
Una chimenea imponente dominaba la estancia, con una repisa encima, y enormes estanterías cubrían la pared opuesta. Era el tipo de despacho que Lucía solo había visto en películas.
Ordenó con rapidez y cuidado, pero se detuvo en seco frente a la chimenea. Había varias fotos, pero una llamó su atención: el rostro de su madre. Parecía unos dieciocho años más joven, pero era ella. “¿Por qué hay una foto de mi madre en casa de este hombre?”, murmuró.
De pronto, oyó pasos y un hombre mayor entró en el despacho. “¡Hola! Tú debes ser la nueva asistenta. Me llamo Ricardo Martínez. Soy el dueño de esta casa”, se presentó con una sonrisa cálida. “¿Ya has terminado aquí?”
“Casi, señor. Pero, ¿puedo hacerle una pregunta?”, titubeó Lucía, temiendo molestarlo si mencionaba la foto. “¿Quién es esta mujer?”
“¿Quién?”, preguntó él, acercándose y colocándose las gafas. “Ah, sí. Es Elena. Fue el amor de mi vida.”
Los sentidos de Lucía se agudizaron. “¿Qué le pasó?”, no pudo evitar preguntar.
“Murió en un accidente de autobús. Estaba embarazada en aquel entonces. Ni siquiera pude ir al funeral porque su madre me odiaba. Fue terrible Intenté seguir adelante, pero nunca lo conseguí. Hasta hoy, la amo y la echo de menos”, respondió Ricardo, quitándose las gafas antes de sentarse.
“Señor, lamento ser indiscreta, y gracias por contármelo. Pero esta mujer se parece muchísimo a mi madre. Es inquietante”, confesó Lucía.
El hombre frunció el ceño. “¿Qué quieres decir con eso?”
“Bueno, mi madre, Elena, es idéntica a esta mujer. Claro, ha envejecido, pero el parecido es asombroso. Estoy segura en un 98% de que es ella”, dijo, señalando la foto.
“¿Elena? ¿Tu madre se llama Elena? ¿Dónde creciste?”
“En Toledo”, respondió, encogiéndose de hombros. Sus ojos se abrieron de par en par: si era Elena, entonces aquel hombre podía ser su padre.
Ricardo se llevó las manos a la boca. “No puede ser”, susurró. “¿Me das el número de teléfono de tu madre?”
“Claro”, dijo ella, dándoselo.
“¿Puedes quedarte aquí mientras la llamo?”, preguntó él. Lucía asintió.
Marcó el número en el teléfono del despacho, y al cabo de unos tonos, respondió la voz de su madre. “¿Hola? ¿Eres tú, Lucía?”
Ricardo miró a Lucía un instante y luego habló: “¿Estoy hablando con Elena Gómez?”
“Sí. ¿Quién eres?”, preguntó Elena al otro lado de la línea.
“Elena, soy Ricardo”, continuó él, con la voz ya temblorosa.
“¿Ricardo quién? Espera ¿Ricardo Martín? ¿Qué quieres después de todos estos años?”, replicó Elena, endureciendo el tono por alguna razón desconocida.
Lucía y Ricardo se miraron, desconcertados, pero él siguió: “¿Qué quieres decir con ‘después de todos estos años’? ¡Yo pensaba que habías muerto!”
“¿Qué?”
Ricardo le explicó lo del supuesto accidente en el que había perdido a su prometida y al bebé que esperaban. También le contó que la madre de Elena le había prohibido ir al funeral y se negó a darle más información. Pero Elena no tenía idea de lo que hablaba y le contó su versión.
“Mi madre me dijo que habías llamado para decir que no querías saber nada más de mí. Así que crié a mi hija sola”, reveló Elena, dejando a Lucía atónita.
“Eso no es cierto Elena, jamás te habría abandonado. Nunca te olvidé. Pensé en ti cada día. Te lloré. Sufrí por ti y por nuestro hijo durante casi veinte años”, insistió Ricardo. Elena guardó silencio.
“No puedo creer que mi madre hiciera esto. Pero era propia de ella. No sé qué hacer ahora”, dijo al fin Elena. “Espera. ¿Cómo has descubierto que seguía viva?”
“Mamá, estoy aquí”, interrumpió Lucía. Le explicó apresuradamente lo ocurrido y la tranquilizó: estaba bien en Madrid.
“Me cuesta creer todo esto. Y ni siquiera puedo preguntarle a mi madre por qué nos hizo esto: murió hace años. En fin, ¿cuándo vuelves a casa, Lucía?”, preguntó Elena, con un tono más firme.
“No volveré hasta que triunfe en el teatro. Y ahora bueno, tengo una razón más para quedarme aquí”, respondió Lucía, sonriendo levemente a Ricardo.
“Vale, pero iré a Madrid pronto”, concluyó Elena antes de colgar. Ricardo y Lucía se miraron en silencio unos segundos antes de hablar.
“Entonces supongo que eres mi padre”, dijo ella con voz alegre. Él se rio, y el hielo se rompió.
¿Qué podemos aprender de esta historia?
Dejad que vuestros hijos persigan sus sueños. Lucía se escapó por la sobreprotección de su madre. Hay que guiarlos, pero dejar que decidan su vida.
Algunos padres no siempre actúan por vuestro bien. La madre de Elena cometió un acto terrible contra ella y Ricardo, y nunca sabrán por qué.







