«Cuando se marchó: el marido que abandonó a su esposa en vísperas de la maternidad»

«Cuando se fue: el marido que abandonó a su esposa en vísperas de la maternidad»
«Ya no me sirves para nada»: cómo un hombre dejó a su mujer cuando por fin pudo ser madre

Ese viernes por la tarde, cuando Lucía regresaba del trabajo, ni siquiera imaginaba que ese día lo cambiaría todo. Al abrir la puerta de su piso en el barrio de Salamanca en Madrid, dijo como siempre:

¡Cariño, ya estoy aquí!

Silencio. Un silencio extraño llenaba el apartamento.

Qué raro Debería estar en casa, pensó antes de dirigirse al dormitorio.

Al abrir la puerta, se quedó paralizada. Su marido, Javier, estaba haciendo las maletas a toda prisa.

Javier ¿Qué haces?, susurró, con el corazón encogido.

Me voy, respondió él, frío, sin mirarla.

¿Que te vas? ¿Por qué? ¿Qué está pasando?

Todo esto es por culpa de tu padre, escupió, irritado.

¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver él?

Lucía no entendía nada: ni sus palabras, ni esa situación. Sin embargo, ante sus ojos, su vida en pareja, a la que había entregado tanto amor y paciencia, se derrumbaba.

Se habían conocido cuando Lucía tenía veintiocho años. Javier, ocho años mayor, era seguro de sí mismo, carismático, con experiencia. En aquel entonces, ella creyó haber encontrado al hombre de su vida. Su familia, sus amigas, todos le repetían que era hora de casarse, que el reloj biológico no esperaba. Así que empezó a ver a cada pretendiente como un futuro esposo, lo que les hacía huir.

Pero con Javier fue diferente. Se cruzaron en una cafetería madrileña gracias a una compañera de trabajo, y la conexión fue instantánea. Él era atento, encantador. Y cuando descubrió que Lucía tenía su propio piso en Salamanca, un coche nuevo, un buen sueldo como funcionaria y un padre empresario, se volvió aún más cariñoso y solícito.

Un año después, celebraron una boda lujosa, pagada íntegramente por su padre. Javier no protestó. Al contrario: aceptó con entusiasmo un puesto en una de las tiendas de su suegro.

Su vida juntos parecía un cuento de hadas: viajes al extranjero, cenas románticas, regalos. Pero había un detalle que lo estropeaba todo: Javier nunca gastaba un euro. Era siempre Lucía quien pagaba. Al principio, no le dio importancia. Luego empezó a preguntar. Y al final, a suplicar.

¿Por qué llevo yo todo el peso? se quejaba con su mejor amiga. Me gustaría sentirme cuidada, protegida.

Pero Javier se reía:

No te preocupes, cariño. Todo está bien. No le des vueltas a tonterías.

En el trabajo, hacía lo mínimo, pasaba el día en el móvil, y el dinero que ganaba lo guardaba en secreto en su cuenta. Lucía no sospechaba nada.

Hasta que enfermó gravemente. Un mes hospitalizada, recibiendo apenas visitas de Javier, mientras sus padres iban a verla todos los días. Al volver, el golpe: el piso estaba hecho un desastre.

¿Ni siquiera has limpiado? exclamó.

¿Para qué? Eso es cosa de mujeres, ¿no? contestó él, encogiéndose de hombros.

¡Pero estaba en el hospital, Javier! ¿Siempre tengo que ser yo quien lo arregle todo?

Bueno, ya has vuelto. Hazlo tú.

Agotada, llamó a una empresa de limpieza. Los médicos le advirtieron: la recuperación llevaría al menos un año. ¿Un embarazo? Imposible por ahora.

Un año después, cuando los médicos por fin le dieron el visto bueno, se lo contó a Javier con ilusión.

¿Te das cuenta? Podemos intentarlo ¡Por fin podemos tener un bebé!

Bah Ahora no, estoy ocupado refunfuñó él, clavado en su consola de juegos, una PlayStation que ella le había regalado con su dinero.

Las semanas pasaron. La evitaba. Hasta que un día soltó:

Mira, Lucía Me voy. Y un hijo contigo no me interesa.

¿Qué?

No te quiero. Nunca te he querido. Solo eras útil. El piso, el dinero, el coche. Ahora ya estoy harto. Ya no me sirves para nada.

Javier, no no puedes hacer esto. ¿No ves todo lo que he pasado, todo lo que he esperado?

Tus problemas no son los míos. Hago lo que me da la gana.

Cerró la maleta, metió dentro la consola y se marchó.

Lucía pasó días postrada, sin comer, sin dormir. Tres días después, sus padres, preocupados, fueron a buscarla. Al verla así, su padre estuvo a punto de estallar de rabia.

La llevaron a su casa en Toledo. Javier fue despedido esa misma noche, y gracias a los contactos de su suegro, le cancelaron la cuenta bancaria. Todos sus ahorros, esfumados.

Javier se quedó sin un euro, sin trabajo, sin hogar. Solo le alcanzó para alquilar un cuarto minúsculo. Y sin idea de qué hacer después.

Unos meses más tarde, Lucía encontró otro trabajo. Allí conoció a un hombre, David. No era joven, pero era honesto, tranquilo, y desde el principio la trató con respeto y cariño.

Y seis meses después, ocurrió un pequeño milagro: dos rayas rosas en la prueba. Lágrimas, risas, la llamada a sus padres y ese orgullo inmenso de haber tenido el valor, un día, de decir «basta».

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