La madre de Sergio se enteró de que planeábamos comprar un piso y lo llamó para hablar. Lo que pasó después me dejó helada.
Mi marido y yo llevábamos años ahorrando para nuestro hogar. Yo trabajaba en una empresa multinacional y ganaba el doble que él, pero en casa todo era equitativo: presupuesto común, metas compartidas. El sueño de tener nuestro propio piso nos unía, y parecía que nada podía romperlo. Hasta que su familia lo supo.
Sergio tenía cuatro hermanas. En esa casa, él no era solo el hermano, sino el pilar, el sostén, el que resolvía todos los problemas. Desde joven, ayudaba a cada una: unas veces pagando estudios, otras comprando móviles, o simplemente prestando dinero hasta el próximo sueldo, dinero que nunca volvía. Yo lo veía, callaba, aguantaba. Pensaba: *son familia, hay que ayudar*. A veces, incluso enviaba dinero a mis padres. Pero precisamente por esa “ayuda”, nuestro camino hacia el piso se alargó casi tres años.
Por fin, cuando reunimos el dinero suficiente, empezamos a buscar. Yo me encargué de casi todoSergio estaba agobiado con el trabajo, llegaba tarde. Hasta me alegraba de poder organizarlo, elegir la mejor opción, porque lo hacía por los dos.
Un día, su madre nos invitó a una celebración: la hija menor había terminado el instituto. Fuimos, cenamos, y de pronto, mi suegra inició el tema:
*”Seguro que mi niño pronto se mudará a su piso Cansado de ir de visita”*, dijo, sonriendo.
Entonces Sergio, orgulloso, anunció que ya estábamos buscando y que yo me ocupaba de ello.
Deberían haber visto cómo cambió su expresión en un instante. La sonrisa desapareció. Me clavó una mirada gélida y dijo con tono cortante:
*”Claro, está bien Pero tú, hijo, deberías haberme consultado. Yo he vivido más, sé más. ¿De verdad le dejas a tu mujer una decisión tan importante?”*
La hermana mayor la secundó:
*”Sí, sí. Tu mujer es una egoísta. Solo piensa en ella. Ni un euro nos ha dado. ¡Para ella el piso es más importante que la familia!”*
Casi me atraganté con semejante mentira. Quise decirles todo lo que pensaba: si tanto necesitaban dinero, que trabajaran. Pero me contuve. Seguí comiendo en silencio, ignorando sus tonterías. Podría haberme caído de la silla. No esperaba ese golpe en mitad de una cena familiar.
Entonces mi suegra se levantó, agarró a Sergio del brazo y lo arrastró a la cocina. *”Tenemos que hablar”*, soltó al pasar. En la mesa, la hermana mediana soltó de pronto:
*”Nosotras nos vamos a vivir al piso nuevo de mi hermano. Tendremos nuestra propia habitación.”*
Me invadió una rabia tan intensa que me ardieron las mejillas. Sin poder contenerme, me levanté y salí al recibidor. No necesité recoger nadanos fuimos en taxi.
Esa noche, en casa, intenté hablar con Sergio. Pero era como un extraño. Se quedó callado, y al final entendí que, desde aquel día, ya no era mi marido, sino solo el hijo de su madre.