Mientras presenciaba el nacimiento de su expareja, el médico se puso pálido en cuanto apareció el bebé.

Mientras asistía al parto de su antigua amada, el médico palideció en cuanto apareció el bebé.
La sala de maternidad estaba abarrotada esa mañana. Los pasillos resonaban con voces apresuradas, pasos rápidos y el sonido constante de los equipos médicos.
En un enorme hospital en el corazón de la Ciudad de México, la tranquilidad era un lujo raro, casi imposible de encontrar.
El doctor Alejandro acababa de terminar una complicada cesárea. Se secó el sudor de la frente y se quitó los guantes con movimientos mecánicos cuando una llamada de emergencia interrumpió su breve respiro.
Una mujer en trabajo de parto avanzado, casi completamente dilatada, necesitaba al médico de guardia de inmediato.
Rápido, cambió su bata y entró en la sala de partos. Pero en el instante en que su mirada se posó en el rostro de la paciente, el tiempo se detuvo.
Era Valeria. La mujer que había estado a su lado durante siete años, su amor, su apoyo y que luego desapareció de repente, sin explicación, sin una palabra, dejando solo silencio y heridas profundas.
Ahora yacía en la cama, el rostro cubierto de sudor, con una respiración entrecortada y dolorosa. Su vientre se contraía en espasmos, a punto de ceder ante la fuerza del parto.
Apretaba el teléfono con ambas manos, como un ancla de salvación, y en sus ojos se leía reconocimiento mezclado con miedo y desconfianza.
¿Tú eres el médico jefe? susurró con voz quebrada.
Alejandro no pronunció palabra. Solo asintió y ajustó la cama a la posición correcta.
El parto resultó complicado. El ritmo cardiaco del bebé comenzó a debilitarse, la presión de Valeria caía alarmantemente. Todo el equipo estaba tenso, pero trabajaba en sincronía, con precisión.
Alejandro, sin embargo, mantenía la calma, irradiando esa serenidad fría del médico acostumbrado a enfrentar tormentas.
Tras casi cuarenta minutos agotadores, la sala resonó con el primer llanto del recién nacido. Una ola de alivio se extendió entre los presentes.
Alejandro tomó al bebé con cuidado. Pero al mirar sus ojos, su corazón se estremeció. Eran iguales a los suyos: oscuros y profundos. Y los mismos hoyuelos discretos en las mejillas como los que él tuvo de niño.
Los ruidos de la habitación se desvanecieron, todo se alejó como en una niebla. Entonces vio la marca: un pequeño lunar en forma de lágrima en el hombro del niño.
Un raro signo hereditario, pasado de su abuelo, a su padre y luego a él. Ahora, la prueba latía viva en el cuerpo de ese bebé.
Una enfermera extendió los brazos para tomar al recién nacido. Alejandro dudó un momento, luego, con una pesadez casi dolorosa, se lo entregó. Su mirada siguió los movimientos de la mujer mientras acariciaba suavemente la mejilla del bebé y lo llevaba para limpiarlo y arroparlo.
Alejandro se acercó a la cama. Valeria giró la cabeza, exhausta, como si quisiera evitar su mirada.
¿Por qué? ¿Por qué nunca me lo dijiste? murmuró él, con voz ronca.
Sus labios temblaron, y luego las lágrimas surcaron sus mejillas.
Quise quise decírtelo. Pero todo se derrumbaba a mi alrededor. Mis padres me presionaban, tú estabas abrumado por el trabajo temí que me odiarías, que me abandonarías.
El silencio entre ellos se volvió denso y pesado. Alejandro tomó nuevamente al bebé, ahora envuelto, en sus brazos. Sus dedos temblaban, pero en su pecho surgió una fuerza inesperada. El instinto de un padre.
Valeria sin importar lo que haya pasado, una cosa es cierta: nunca te abandonaré. Ni a ti, ni a nuestro hijo declaró con firmeza.
Ella alzó la mirada. Sus ojos, rojos de tanto llorar, brillaron con una frágil esperanza: un destello en la oscuridad.
Y afuera, en el pasillo, el fuerte llanto del recién nacido resonó. No solo anunciaba el inicio de una vida. Era también la voz de un renacimiento: de dos almas que una vez se perdieron, pero que, a través de ese niño, volvían a encontrarse.

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Mientras presenciaba el nacimiento de su expareja, el médico se puso pálido en cuanto apareció el bebé.