**Diario Personal:**
Hoy en el instituto Cervantes de Madrid organizaron una charla sobre seguridad. El salón de actos estaba lleno de estudiantes, profesores y padres. Habían invitado a un agente de la policía con su perro detector, un pastor alemán llamado Thor. Estos animales siempre impresionan a los adolescentes, pero hoy prometían más: demostraciones de cómo encuentra drogas, armas y obedece órdenes.
El agente, con uniforme impecable, subió al escenario con Thor. El perro parecía tranquilo, casi perezoso, pero sus ojos no dejaban de escudriñar el público. Los alumnos susurraban entre risas nerviosas.
No es solo un perro dijo el policía con orgullo, es mi compañero. Y nunca se equivoca.
Thor ejecutó varias órdenes: encontró un simulacro de pistota escondido en una mochila e incluso se tumbó junto a un alumno que llevaba una muestra oculta en el bolsillo. Todos aplaudieron.
Pero de repente, todo cambió.
Justo cuando el agente iba a terminar, Thor se tensó. Las orejas erguidas, el pelo del lomo erizado. Se quedó quieto, mirando fijamente a los estudiantes. Y entonces arrancó a correr con un gruñido.
¡Thor, quieto! gritó el dueño, pero el perro no le hizo caso.
Con ladridos furiosos, se abalanzó sobre una chica del tercer filo. Era Lucía Mendoza, una alumna callada que siempre se sentaba al fondo, ajena a los dramas del instituto. Hoy estaba junto a sus amigas, abrazando un cuaderno. Parecía una chica tímida más.
Pero Thor actuó como si estuviera poseído. Gruñía, enseñaba los dientes y finalmente la derribó. Lucía gritó, el cuaderno voló por los aires y el caos estalló. Los profesores intentaron separar al perro.
¡Fuera, Thor! ¡Abajo! el agente tiró de la correa con fuerza, pero el animal no dejaba de mirar a Lucía, respirando agitado, como si olfateara peligro.
El policía estaba desconcertado:
Nunca actúa así sin motivo Nunca.
La chica temblaba, con lágrimas en los ojos. Todos pensaron que el perro había confundido olores. Pero el agente insistió:
Señorita, necesito que venga con sus padres a comisaría. Hay que comprobar algo.
Los padres protestaron, hablaron de “vergüenza pública”, pero Thor no dejaba de gruñir, y discutir con su instinto era inútil.
En la comisaría, tomaron sus huellas dactilares. Y entonces, a los agentes se les heló la sangre. El sistema arrojó un resultado: coincidían con las de una mujer buscada a nivel nacional.
El policía miró fijamente a la “estudiante”:
¿Quieres contarlo tú o leo el informe?
Lucía respiró hondo y, de pronto, su expresión cambió. La chica asustada desapareció, y en su lugar había una mujer fría, segura, con mirada calculadora.
Basta de mentiras dijo con voz grave.
Su nombre real era Valeria, tenía 32 años, no 16. Una enfermedad genética rara la hacía parecer una adolescente: baja estatura, rasgos aniñados, voz suave. Y lo había aprovechado.
Valeria llevaba años evadiendo a la policía, implicada en robos, fraudes y hurtos de joyas. Sus huellas aparecían en cajas fuertes, pomos de puertas pero siempre escapaba porque nadie creía que una “niña” fuera la culpable.
Se matriculaba en institutos, vivía con familias como huérfana, cambiaba de identidad. Nadie sospechaba que entre los alumnos hubiera una adulta.
Nadie me hubiera descubierto sonrió con desdén. De no ser por ese maldito perro.
El agente miró a Thor, que seguía alerta, observándola.
Verás, Valeria dijo con frialdad, la gente se equivoca. Pero mi compañero nunca.