**Diario de Ana: Una historia de amor más fuerte que la traición**
Querido diario, hoy, mientras tejo calcetines en esta residencia de ancianos, los recuerdos vienen como olas del pasado. Mi familia me trajo aquí diciendo que necesitaba tranquilidad, pero lo que tengo son memorias que repaso como cuentas de un collar. Esta es mi historia, la de Ana y mi hija Lucía, y de cómo la vida nos enseñó qué es la verdadera felicidad.
Era joven e ingenua, creyendo que el amor era eterno como el verano. Conocí a Víctor: alto, ojos brillantes, palabras dulces como miel. Me enamoré perdidamente. Nos casamos y pronto quedé embarazada. Él estaba eufórico: “¡Será un varón, Ana! ¡Mi heredero!”. Compramos cava e hizo planes grandiosos. Yo reía, acariciaba mi vientre, imaginando paseos por el Retiro, una familia feliz.
Pero nació una niña. Pequeña, frágil como una pluma, con ojos azules como el cielo de abril. La llamé Lucía, porque fue la luz que entró en mi vida. Víctor… nunca llegó. Ni al hospital, ni al alta. Su madre, Doña Carmen, clavó el cuchillo más hondo: “¿Una niña? Dénla en adopción, ¿para qué la quieren?”. Las lágrimas caían solas. ¿Cómo podían? ¡Era mi sangre, mi corazón!
Regresé sola del hospital. Con Lucía en brazos y una maleta, sin rumbo. No podía vivir con Víctor, y mis padres estaban lejos. Nos instalamos con la abuela Pilar en su piso diminuto. Habitación estrecha, paredes finas, pero calor humano. La abuela, aunque refunfuñaba, tenía corazón de oro: té caliente, potaje, mechaba a Lucía cuando yo trabajaba. “No sufras, Ana – decía -. Dios ve tus lágrimas”. Y yo creía, porque sin fe no hubiera sobrevivido.
Vivíamos con lo justo. De día vendía periódicos en el quiosco; de noche limpiaba oficinas. Manos agrietadas, espalda dolorida. Pero cuando Lucía sonreía, cuando sus manitas me buscaban, todo se olvidaba. Ella era mi alegría, mi razón. Nunca preguntó por su padre, pero sentía mi dolor. Yo lloraba en silencio, mi almohada empapada.
Pasaron cinco años. Lucía iba al colegio, yo le hacía coletas, preguntándome cómo alguien que juró amor nos abandonó. Pero la vida seguía: comer, vestirla, pagar el alquiler. La abuela Pilar ayudaba como podía. “La familia no es la sangre, Ana, sino quien te tiende la mano”, decía. Y era verdad.
Un día, volviendo del trabajo, vi un Mercedes negro brillante frente a casa. Y allí estaba Víctor. Más maduro, pero el mismo: anillo de oro, camisa cara, peinado moderno. Un niño de cuatro años, su copia exacta, a su lado. Se puso pálido al verme. Lucía, valiente, me preguntó: “Mamá, ¿quién es?”.
Víctor la miró fijamente, mudo. Su hija, a quien huyó. Entonces salió su nueva: abrigo de leopardo, labios de pato, voz chillona. “Víctor, ¿quiénes son estos mendigos?”. El niño la secundó: “Papá, vámonos, huelen mal!”.
Mi pecho se encogió, pero caminé con dignidad. No éramos mendigos, éramos una familia. Víctor corrió hacia mí, pero no dijo nada. Mejor así. ¿Qué podía decir? Las puertas cerradas no siempre se reabren.
En casa olía a cocido – la abuela Pilar lo dejó listo. Lucía cenaba mientras yo le acariciaba el pelo. “Mamá, ¿quién era ese señor?” – preguntó. “Alguien del pasado, cariño. Estamos mejor sin él”. Asintió, porque a sus cinco años ya era más sabia que él en toda su vida.
Después supe por vecinos que Víctor se hundió en el alcohol. Quizá entendió que cambió la felicidad por anillos y coches. Pero el tiempo no vuelve. Su nueva esposa lo dejó por alguien más rico. El niño creció sin padre, porque Víctor sólo quería cartas y copas.
Mi Lucía creció hermosa. Estudió, entró en la universidad, ahora trabaja y me ayuda. Nunca hablamos de Víctor – no había nada que decir. Y yo, aunque esté en esta residencia, no estoy triste. Porque sé que Lucía y yo