¡Ay, hijos míos escuchadme bien, que os voy a contar cómo es eso de que la vida te arranque de tu hogar y te deje entre cuatro paredes ajenas, no por capricho, sino por pura desesperación.
Hubo un tiempo en que yo también creía que la familia era un refugio. Pensaba que el marido te apoyaría, que en casa haría calor no solo por la calefacción, sino por el cariño. Pero al final pues esto pasó.
Vivía con nosotros una chica llamada Lucía, trabajadora como una hormiguita. Llegaba a tiempo al trabajo, mantenía la casa limpia, preparaba la cena y pagaba las facturas. Mientras, su marido, Javier, pasaba el día entero en el sofá, enganchado a sus videojuegos. Antes trabajaba, pero un día dijo que su jefe era un tirano, que sus compañeros eran insoportables, y lo dejó. Prometió que pronto encontraría algo mejor, pero ese “pronto” se alargó siete meses, como un invierno sin fin.
Y luego estaba su madre, Doña Carmen. ¡Ay, qué lengua más afilada tenía la señora! Todo lo que cocinaba Lucía le sentaba mal: la avena le sabía a cartón, la sopa le parecía sosa, las albóndigas le faltaban sal Y siempre mimando a su hijo: “Tú no aceptes cualquier trabajo, Javierito, que tú vales mucho, tienes estudios”.
Y Lucía lo cargaba todo sobre sus hombros. Trabajaba, cocinaba, fregaba los platos después de todos Incluso les llevaba el café con galletas al salón, porque levantarse del sofá les parecía un esfuerzo sobrehumano.
Cuántas veces le rogó que, al menos, aceptase un trabajo temporal Pero él, como un disco rayado: “No me distraeré con tonterías, estoy buscando algo serio”. Y su madre, de refuerzo: “No presiones al pobre, que ya tiene bastante”.
¿Creéis que alguien la escuchó? ¡Ni en broma! Ellos tenían su propia verdad: si ella trabajaba, era suficiente. Que se deslomase no importaba, eran “cosas de la vida”.
Yo también viví así Recuerdo cargar con todo esperando un “gracias” que nunca llegó. Al principio piensas que cambiará, luego que aguantas por la familia. Hasta que un día entiendes: aguantas por quienes ni siquiera lo valoran.
Dicen que yo misma tengo la culpa de acabar en esta residencia. Quizá. Porque no me fui antes, cuando aún tenía fuerzas, cuando aún podía decir “basta”. Me quedé, aguanté hasta que no pude más.
Pues Lucía hizo las maletas y se fue. No sé adónde, pero sé por qué. Porque se cansó de ser la cocinera, la limpiadora, la pagadora de facturas y, encima, la “que nunca hacía nada bien” para quienes daba el alma.
Así que, hijos míos cuidaos. Porque si no lo hacéis vosotros, nadie lo hará por vosotros.