Marina Álvarez no tenía tiempo que perder.

**Diario personal**

Hoy, como tantos otros días, iba corriendo. Siempre corro. La tarde estaba gris, como anunciando lo que vendría después. Por la calle de los Plateros, con el abrigo mal cerrado y una carpeta que amenazaba con escapar de mis manos en cualquier momento. La llovizna empezó suave, pero en segundos se convirtió en un aguacero que borraba las calles. Maldije en voz baja. Tenía planes: llegar a casa, ducharme, terminar la presentación para mañana. Pero la lluvia no me dejó opción.

Empujé la puerta de una pequeña librería-cafetería, de esas que parecen detenidas en el tiempo, con muebles gastados y el aroma del café recién hecho. Me sacudí el agua del pelo y me acerqué al mostrador.

Un té negro, por favor pedí, sin mirar arriba.

¿No tomas café? preguntó una voz masculina, con un tono entre curioso y divertido.

Alcé la vista. Detrás del mostrador, un hombre alto, de pelo oscuro y barba de dos días, me observaba con una sonrisa como si ya me conociera.

No cuando necesito pensar respondí, un poco a la defensiva. El café me pone nerviosa.

Entonces, té negro. Pero te aviso: aquí casi todos acaban rindiéndose al café dijo él, señalando el local casi vacío.

Sonreí por primera vez en todo el día.

¿Y tú eres?

Lucas Moreno dijo, tendiéndome la mano por encima del mostrador. Dueño, barista y lector incansable.

Me presenté, tomé mi té y busqué una mesa junto a la ventana. La lluvia golpeaba los cristales como queriendo entrar. Mientras intentaba concentrarme en mis papeles, Lucas se acercó con un libro en la mano.

Por si te apetece creo que este te gustará.

Era una novela antigua, con tapas azules y letras doradas.

¿Y cómo sabes qué me gusta? pregunté.

No lo sé. Pero cuando alguien entra corriendo bajo la lluvia, pidiendo té y con esa cara de no querer hablar con nadie suele necesitar una buena historia más que otra cosa.

Lo acepté, sorprendida. Mientras pasaba las páginas, el ruido de la lluvia y el olor del café se mezclaban en un ambiente cálido.

¿Siempre estás aquí? pregunté después de un rato.

Siempre que llueve respondió él, enigmático.

Me reí, pensando que era una broma. Pero no lo era.

Los días siguientes, Madrid volvió a su ritmo y yo a mi rutina. Pero un martes, otra tormenta me obligó a entrar en la librería. Lucas estaba allí, como si me hubiera esperado.

Otra vez tú dijo, sirviéndome té sin que lo pidiera.

Otra vez la lluvia contesté.

Ese día hablamos más. Descubrí que Lucas había heredado el local de su abuelo, que antes era solo una librería. Él le había añadido la cafetería para “dar excusas a la gente para quedarse más tiempo”.

Lucas, por su parte, supo que yo trabajaba como arquitecta en un estudio donde las doce horas diarias eran lo normal.

Suena agotador comentó.

Lo es admití. Pero no sé hacer otra cosa que correr.

Él me miró con una calma que me desarmó.

A veces hay que dejar que la vida nos alcance dijo.

Desde entonces, la lluvia se convirtió en nuestra cómplice. Cada vez que caían las primeras gotas, encontraba una excusa para pasar por la calle de los Plateros. A veces leía en silencio mientras Lucas atendía a otros clientes; otras, hablábamos de libros, películas o viajes que ninguno había hecho.

Un jueves de diciembre, Lucas me hizo una propuesta:

Este sábado cerramos antes. Vendrán unos músicos a tocar jazz. ¿Te apetece venir?

Dudé. No estaba acostumbrada a aceptar planes improvisados. Pero dije que sí.

Esa noche, el local estaba iluminado por velas, con sombras de estanterías bailando en las paredes. Lucas me guardó un sitio en la primera fila. Durante el concierto, nuestras rodillas se rozaban sin querer. O quizá queriendo.

Al terminar, me sirvió una copa de vino y se sentó a mi lado.

Te he visto entrar corriendo para escapar de la lluvia dijo. Pero creo que en realidad huías de otra cosa.

Me quedé callada, sorprendida por su intuición.

Tal vez sí admití. Y aquí se me olvida de qué.

Esa noche, al salir, volvía a llover. Lucas me acompañó hasta la puerta.

No tengo paraguas dije.

Yo tampoco. Pero si corremos, llegaremos a la esquina antes de empaparnos.

No corrimos. Cruzamos la calle despacio, riéndonos mientras el agua nos mojaba el pelo y la ropa. En la esquina, antes de despedirnos, Lucas dijo:

No esperes a que llueva para volver.

Sonreí.

Lo intentaré.

No volví al día siguiente. Ni al otro. Pero el domingo, con el cielo despejado, aparecí en la librería.

Lucas me miró, fingiendo sorpresa.

¿Y la lluvia?

Hoy la he traído dentro.

Ese día no hubo té, ni café. Hubo una conversación larga, llena de silencios cómodos y miradas que decían más que las palabras.

Al anochecer, Lucas me enseñó un rincón oculto de la librería: una pequeña sala con un ventanal hacia el río.

Aquí leía mi abuelo cuando llovía explicó. Decía que el sonido del agua le recordaba que todo sigue fluyendo.

Apoyé la frente contra el cristal.

Quizá por eso me gusta este lugar me recuerda que puedo parar.

Lucas se acercó tan despacio que sentí su respiración antes de verlo a mi lado.

Puedes parar y quedarte.

Giré la cara y lo miré. En ese momento, la lluvia empezó a golpear el cristal, como si hubiera estado esperando la señal.

Parece que el cielo está de nuestro lado susurró él.

Parece respondí, antes de besarlo.

Un beso suave, tibio, que olía a café y a té negro. Un beso que no tenía prisa.

Desde entonces, cada lluvia nos trae de vuelta. Pero ya no importa si es tormenta o sol: la librería de la calle de los Plateros es nuestro lugar. En ese rincón junto al río, entre libros y tazas humeantes, aprendimos que a veces el amor no llega con el sol

sino cuando la lluvia te obliga a quedarte un poco más.

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Marina Álvarez no tenía tiempo que perder.