Mi hermano empujó a su esposa a la desesperación y entonces ocurrió lo irreparable
Mi hermano era mi ejemplo a seguir. Desde pequeño, admiraba a mi hermano mayor, Javier. Para mí, era un mentor, un protector y el modelo perfecto.
Cuando me casé, me dijo con tono solemne:
Oye, hermanito, no le cuentes a tu mujer cuánto dinero tienes. Si la dejas, te dejará en calzoncillos. Mantenla a raya, que no gaste como si no hubiera mañana.
En aquel entonces, me pareció exagerado. Pero Javier tenía cinco años más que yo, ya llevaba tiempo casado, y pensé que sabía de lo que hablaba.
Por suerte, mi mujer, Lucía, no era así. No se volvía loca por las marcas, no pedía regalos caros ni soñaba con una vida de lujo.
Con los años, mi hermano y yo nos distanciamos. Nuestras esposas no se llevaban bien, y Javier estaba siempre ocupado con sus negocios. Yo tocaba en una orquesta; él tenía tierras y granjas. Cada vez que nos veíamos, esperaba sus reproches. Javier siempre encontraba algo que criticar.
**El dinero por encima de la familia**
No paraba de sermonearme:
¡Eres un inconsciente! ¿Cómo puedes vivir al día? ¿Por qué dejas que tu mujer malgaste el dinero en tonterías?
No discutía, pero sus palabras me dolían. Tras esas charlas, intentaba ahorrar, pero al poco tiempo ya se me olvidaba.
Javier tenía una hija, Sara. La tenía encerrada en una jaula de oro. Ni un euro de paga, ni ropa de marca, ni maquillaje. Creció bajo un régimen estricto. A veces venía a casa, y Lucía y yo le dábamos algún billete a escondidas.
A los 16, Sara se escapó. Solo quería escapar del control de su padre. Javier incluso dijo que “se lo había buscado”, que era culpa suya por no haberse hecho respetar. Pero lo peor aún estaba por llegar.
**Unas vacaciones convertidas en pesadilla**
Hace dos años, decidimos ir a la playa en familia. Y entonces lo vi todo.
Javier acosaba a su mujer por cada céntimo.
¿Otro café? ¿No puedes tomarlo en casa?
¿Una pizza? ¡Estás loca, eso es un robo!
¿Un helado para los niños? Que beban agua del grifo.
Controlaba cada gasto, cada euro, cada ticket.
Pasear con él por el paseo marítimo era imposible. Mis hijos, como todos, pedían algodón de azúcar, globos, recuerdos… Pero Javier solo fruncía el ceño y rezongaba:
¿Es que queréis dejar en la ruina a vuestros padres? ¿No lo entendéis?
Y eso que él tenía mucho más dinero que yo. Simplemente le daba miedo gastarlo.
Lucía no aguantó más y me dijo:
Quedémonos unos días más. Sin ellos.
Acepté. Y esa misma noche, Javier y su mujer se marcharon. Tenía prisa: quería llegar a una subasta de maquinaria agrícola.
Pero a la mañana siguiente recibí una llamada…
Habían tenido un accidente.
**Y después, todo cambió para siempre**
Dicen que se quedó dormido al volante.
Perdí a mi hermano.
Desde entonces, soy otra persona. Ya no ahorro para “la vejez”. No pienso en el precio de un café. Compro regalos para mis hijos, cosas bonitas para Lucía, buenos trajes para mí.
Sí, el dinero es necesario. Pero, ¿de qué sirve acumularlo si no se vive?
No tiene sentido aferrarse al dinero como si te lo fueras a llevar al otro mundo. Lo importante es no perder a quienes amas.
Porque no hay dinero que pueda reemplazarlos.