La Maestra que Todos Temíamos
La señorita Valverde era el terror del instituto técnico San Isidro. Todos le temblábamos las piernas cuando pasaba. Era esa profesora que te ponía falta por llegar treinta segundos tarde, que te reñía si llevabas la corbata torcida, que nunca esbozaba una sonrisa y que parecía deleitarse tachando exámenes con tinta roja.
En tercero de ESO, yo era el cabecilla de los que la aborrecíamos. Coordinaba las murmuraciones, los motes despiadados, las risas a sus espaldas. La apodábamos “La Arpía” y soñábamos con vengarnos de sus humillaciones constantes.
Todo cambió un jueves lluvioso de noviembre.
Había escaqueado de clase para ir al cine con unos colegas. Volvía a casa en el autobús cuando vi algo raro: la señorita Valverde saliendo de una farmacia en el barrio de San Cristóbal, cargada con bolsas de medicamentos.
La curiosidad venció al miedo. Bajé en la siguiente parada y la seguí a distancia.
La vi entrar en una corrala medio derruida. Esperé un rato y me acerqué. Por la ventana entreabierta del segundo piso escuché voces.
Señorita, mil gracias por venir. Lucía lleva con fiebre desde el lunes.
No se preocupe, doña Jiménez. Traje el jarabe que recetó el pediatra.
¿Lucía Jiménez? Era una compañera de clase. Una chica tímida que siempre bostezaba y faltaba constantemente.
¿Cuánto le debo, profesora?
Nada, ya hablamos de esto.
Pero es demasiado…
Lucía es brillante en ciencias. Merece estar sana para seguir estudiando.
Me asomé y vi a la señorita Valverde, esa mujer de mirada gélida, secando con ternura el sudor de la frente de Lucía.
¿Cómo vas con las ecuaciones, cariño?
Me cuestan, señorita. Pero he hecho los problemas que me dio.
Bien. El lunes te traeré unos apuntes para la prueba de acceso.
Señorita, yo no creo que pueda ir a bachillerato. Papá dice que debo ayudar en la tienda…
Lucía, tu trabajo ahora es estudiar. Lo demás ya lo resolveremos.
Me marché aturdido. Aquella no era la profesora que conocía.
Al día siguiente empecé a observarla con otros ojos.
Cuando Adrián Martín se dormía en clase, en lugar de zarandearlo como al resto, le dejaba un post-it con la lección. Supe después que Adrián repartía periódicos desde las cinco de la mañana.
Cuando Sonia Ruiz olvidaba los deberes, la señorita le daba tiempo extra sin humillarla. Resultó que Sonia criaba sola a su hermano pequeño.
Una tarde me quedé después del timbre.
Señorita, ¿puedo hablar con usted?
Dime, Javier.
¿Por qué trata distinto a algunos alumnos?
Dejó los cuadernos sobre la mesa y suspiró.
¿Distinto cómo?
Con algunos es más… paciente. Conmigo siempre está enfadada.
Siéntate, Javier.
Me senté en el pupitre más cercano, con el estómago encogido.
¿Sabes qué diferencia hay entre tú y Lucía Jiménez?
No.
Que tú tienes calefacción en casa. Que tu madre te prepara la mochila cada mañana. Que si suspendes, tus padres contratan un profesor particular. Lucía no tiene nada de eso.
Pero eso no es justo.
No es justo. Pero es tu ventaja. Cuando te exijo más, es porque sé que puedes dar más. Cuando les ayudo a ellos, es porque ya están dando todo lo que tienen.
¿Les compra cosas con su sueldo?
Me miró como si me viera por primera vez.
¿Me has seguido?
Asentí, ruborizado.
Javier, algunos vienen al instituto con el estómago vacío. Otros duermen cuatro horas porque trabajan. Si puedo quitarles un obstáculo, lo hago.
¿Y por qué?
Porque yo fui Lucía. Una profesora me pagó las tasas de selectividad. Sin ella, estaría limpiando escaleras.
Sentí un nudo en la garganta.
Pero… ¿por qué es tan severa con nosotros?
Porque el mundo lo será. Si no os preparo ahora, ¿quién lo hará? Vuestros padres os miman. Yo os digo la verdad: nadie os va a poner las cosas fáciles.
Nunca lo había visto así.
Javier, eres listo pero vago. Prefieres hacer el payaso que estudiar. ¿Sabes por qué me duele?
¿Por qué?
Porque desperdicias lo que Lucía anhelaría tener. Ella estudia con velas cuando cortan la luz, y aún así saca mejores notas que tú.
Me sentí miserable.
¿Puedo… ayudar de algún modo?
¿En serio quieres ayudar?
Sí.
Pues estudia. Sé quien podrías ser. Y si de verdad quieres, echa una mano a quienes lo necesitan.
Aquel día salí del instituto viendo todo distinto. La señorita Valverde no era un monstruo. Era una mujer que cargaba con las penas de sus alumnos, que gastaba su sueldo en niños ajenos, que era dura con los fuertes para fortalecerlos y blanda con los frágiles para no romperlos.
Empecé a tomar apuntes en serio. Organicé tardes de estudio en la biblioteca. Dejé de reírme cuando alguien tropezaba.
Al final de curso, cuando me entregó el boletín con un 9, la señorita Valverde esbozó una sonrisa. Era la primera vez.
Bien hecho, Javier. Sabía que podías.
Gracias por no tirar la toalla conmigo.
Nunca la tiro con vosotros. Aunque vosotros a veces la tiréis conmigo.
Años después, cuando conseguí mi plaza como profesor, lo primero que hice fue visitarla. Seguía en el San Isidro, igual de estricta, igual de entregada.
Señorita, vine a darle las gracias.
No me des las gracias, Javier. Tú has caminado solo.
Sí que debo dárselas. Me enseñó que exigir es otra forma de querer. Y que quien más nos aprecia, a veces es quien menos nos perdona.
Ahora doy clases en la universidad. Cuando veo a un alumno desaprovechar su talento, pienso en la señorita Valverde. En que la firmeza también puede ser amor. En que pedir excelencia es creer en alguien más que él mismo.
Mis estudiantes probablemente me maldicen como yo la maldecía a ella. Pero espero que algún día, como me pasó a mí, comprendan que los profesores más severos suelen ser los que más fe nos tuvieron.