La Maestra que Todos Temíamos
La señorita Valverde era el terror del instituto técnico número 28. Todos la temíamos. Era esa profesora que te reñía por llegar un instante tarde, que te quitaba puntos por llevar el uniforme desordenado, que jamás esbozaba una sonrisa y que parecía deleitarse suspendiendo alumnos.
En tercero de ESO, yo era el líder no oficial de los que la odiábamos. Organizaba las quejas, los motes crueles, las bromas pesadas. La llamábamos “La Ogresa” y soñábamos con vengarnos de todas las humillaciones que nos había hecho pasar.
El día que todo cambió fue un viernes de noviembre.
Había faltado a clase para irme con unos amigos al centro comercial. Volvía a casa en autobús cuando vi algo extraño: la señorita Valverde saliendo de una farmacia en un barrio humilde, cargada con varias bolsas.
La curiosidad pudo más que el miedo. Bajé en la siguiente parada y la seguí a distancia.
La vi entrar en una casa modesta. Esperé unos minutos y me acerqué. Por la ventana abierta del piso bajo pude oír voces.
Señorita, gracias por venir. Lucía lleva tres días con fiebre.
No se preocupe, señora García. Traje el antibiótico que le recetó el médico.
¿Lucía García? Era una compañera de clase. Una chica muy callada que siempre parecía agotada y faltaba mucho.
¿Cuánto le debo, señorita?
Nada, señora García. Ya hablamos de esto.
Pero es mucho dinero…
Lucía es una alumna brillante. Merece estar sana para seguir estudiando.
Me asomé un poco más y vi a la señorita Valverde, esa mujer fría y severa, acariciando la frente de Lucía con una dulzura que nunca había mostrado en clase.
¿Cómo vas con las matemáticas, cariño?
Bien, señorita. He practicado los ejercicios que me dejó.
Muy bien. El lunes te traeré unos libros adicionales para que te prepares mejor para la prueba de acceso al bachillerato.
Señorita, no creo que pueda ir al instituto. Mi madre necesita que trabaje…
Lucía, tu trabajo ahora es estudiar. De lo demás me encargo yo.
Salí de allí confundido y perturbado. Esa no era la profesora que conocía.
La semana siguiente empecé a observarla con más atención. Y noté cosas que antes había pasado por alto.
Cuando Javier Méndez se quedaba dormido en clase, en lugar de despertarlo a gritos como hacía con los demás, se acercaba en silencio y le tocaba el hombro. Más tarde supe que Javier trabajaba en un supermercado hasta la madrugada para ayudar en casa.
Cuando Sara Ruiz no traía los deberes, la profesora le daba otra oportunidad sin humillarla delante de todos. Resultó que Sara cuidaba a sus tres hermanos pequeños mientras su madre limpiaba oficinas por la noche.
Un día me armé de valor y me quedé después de clase.
Señorita, ¿puedo hacerle una pregunta?
¿Qué necesitas, Álvaro?
¿Por qué es tan… diferente con algunos compañeros?
Se quedó callada un momento, guardando sus cosas.
¿A qué te refieres?
A que con algunos es más… comprensiva. Pero conmigo y otros es muy dura.
Álvaro, siéntate.
Me senté en la primera fila, nervioso.
¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y Lucía García?
No.
Que tú tienes padres que pueden comprarte material escolar, pagarte clases particulares si las necesitas, preocuparse por tus notas. Lucía no.
Pero eso no es culpa mía.
No, no lo es. Pero sí es tu responsabilidad aprovecharlo. Cuando soy dura contigo, es porque sé que puedes dar más. Cuando soy comprensiva con Lucía, es porque ya está dando todo lo que puede.
¿Usted les compra medicinas a los alumnos?
Me miró fijamente.
¿Me seguiste el otro día?
Asentí, avergonzado.
Álvaro, algunos de mis estudiantes vienen al instituto sin desayunar. Otros trabajan después de clase. Otros cuidan a familiares. Si puedo hacer algo para que sigan estudiando, lo hago.
¿Con su propio sueldo?
Con mi propio sueldo.
¿Por qué?
Porque yo crecí en una familia como la suya. Tuve una maestra que me compró mis primeros libros de bachillerato. Sin ella, nunca habría ido a la universidad.
Se me hizo un nudo en la garganta.
Señorita, pero… ¿por qué es tan exigente con nosotros?
Porque la vida lo será. Si yo no les exijo ahora, ¿quién lo hará? Sus padres siempre les defenderán. Yo soy la única que les dirá la verdad: que el mundo no les regalará nada.
Nunca lo había visto así.
Álvaro, eres inteligente pero perezoso. Pierdes el tiempo haciendo bromas en vez de estudiar. ¿Sabes por qué me molesta tanto?
¿Por qué?
Porque desperdicias oportunidades que Lucía daría lo que fuera por tener. Ella estudia con libros prestados, a la luz de una vela cuando se va la luz. Y aún así saca mejores notas que tú.
Me sentí la peor persona del mundo.
¿Puedo… ayudar de algún modo?
¿De verdad quieres ayudar?
Sí.
Pues estudia. Sé el alumno que puedes ser. Y si quieres hacer más, ayuda a tus compañeros que lo necesiten.
Ese día salí del instituto viendo todo distinto. La señorita Valverde no era la ogresa que yo imaginaba. Era una mujer que cargaba con las preocupaciones de decenas de familias, que gastaba su sueldo en alumnos que no eran sus hijos, que era dura con unos para prepararlos y comprensiva con otros para no romperlos.
Empecé a estudiar en serio. Organicé grupos de apoyo para quienes tenían dificultades. Dejé las bromas en clase.
Al final del curso, cuando me entregó mi boletín con un 9.1 de media, la señorita Valverde sonrió. Era la primera vez que la veía hacerlo.
Muy bien, Álvaro. Sabía que podías.
Señorita, gracias por no rendirse conmigo.
Nunca me rindo con mis alumnos. Aunque a veces ellos se rindan conmigo.
Años después, al graduarme en la universidad con una beca de excelencia, lo primero que hice fue buscarla. Seguía dando clases en el mismo instituto, seguía siendo exigente, seguía comprando medicinas y material para sus estudiantes más necesitados.
Señorita, quiero darle las gracias.
No tienes nada que agradecerme, Álvaro. Tú hiciste el esfuerzo.
Sí tengo que agradecerle. Me enseñó que ser exigente es una forma de querer. Y que a veces quien más nos quiere es quien menos nos consiente.
Ahora soy profesor universitario. Y cuando debo ser estricto con mis alumnos, recuerdo a la señorita Valverde. Que la firmeza también puede ser cariño. Que exigir excelencia es creer en el potencial de alguien.
Mis estudiantes probablemente me odian tanto como yo la odiaba a ella. Pero espero que algún día, como me pasó a mí, entiendan que los profesores más duros son a veces los que más nos quieren.