Noche tras noche sin venir ya me resultaba demasiado sospechoso, casi habitual.
De nuevo no apareciste por casa, Eduardo mi voz sonaba tranquila, fría incluso. Pero por dentro ardía como una tea.
Yo… bueno, ya lo sabes, Clara, hubo un caos tremendo en el hospital. Un paciente urgente…
¿Paciente? Solté una risa amarga. ¿Y por qué tu camisa huele a perfume de mujer? ¿Y por qué veo que a las tres de la madrugada entraba en Instagram?
Se quedó callado. Bajó la mirada. Luego, como siempre, se frotó el entrecejo, suspiró y empezó a decir vaguedades.
Te lo explicaré todo. Pero ahora no empieces, ¿vale? No puedo ahora.
Yo no empecé, aunque me moría de ganas de gritar. De lanzarle esa misma camisa a la cabeza. De herir su orgullo. Pero me contuve.
Llevábamos nueve años casados. Teníamos lo habitual: la hipoteca, nuestro hijo Jorge en tercero, la cuenta bancaria común y desayunar café juntos cada mañana. Pero desde hacía seis meses, ese café solo me lo preparaba yo misma.
Él salía muy temprano, supuestamente al hospital, o llegaba tarde. Otras veces “de guardia”. Pero mi corazón sabía la verdad: ese hombre de bata blanca no era ningún héroe. Era un mentiroso. Y tenía algo oculto.
En la cocina silbaba el hervidor. Miraba por la ventana cómo nuestro vecino despedía a su mujer con un beso antes de marcharse al trabajo. Acariciaba el pelo de su hija. Una rabia helada me recorrió los huesos: ¿Y yo? ¿Qué tengo?
¿Por qué mi vida no es así?
Las primeras señales se me escaparon. Fue astuto, como un mago. Primero desconectó la geolocalización: “El móvil va lento”. Dejó de dejar sus cosas en el baño: “Esterilidad, tú sabes, soy cirujano”. Nunca soltaba el teléfono, ni siquiera en casa.
Clara, mujer, no te hagas películas solía decir. Sabes que te adoro. ¿Qué otra mujer voy a tener? Apenas me quedan fuerzas para ti, ya no digamos para otra.
Mientras se duchaba, cogí su móvil. Hasta el gato conocía la clave. Pero no había mensajes. Todo borrado, o la comunicación era en otro sitio. ¿Instagram? Solo seguía páginas de fútbol y algunos cirujanos.
Pero yo no nací ayer. Y no soy de las que se dejan engañar como tontas.
“Si no puedes descubrir la verdad, busca a quien la sepa.”
Y pensé que esa verdad podría saberla… Pablo, su hermano pequeño. El mismo con el que Eduardo empezó a “salir” tanto por las noches.
Hola, Pablo. Unas preguntas.
¡Clara! ¿Qué pasa?
¿Te viste con Eduardo anoche?
Eeeeeh titubeó. Digamos que sí…
Claro. Digamos que sí. Ya.
Pablo, no me vengas con el ‘amigo de la familia’. ¿Sí o no estaba contigo?
No dijo con voz apagada. Lo siento, no puedo seguir tapándole.
Me quedé helada. Allí estaba, todo iba a salir.
¿O sea, que tiene otra mujer?
Pablo apartó la vista.
No exactamente
Pues, ¿qué es entonces?
Dudó.
Clara, ¿seguro que quieres saberlo todo?
Noté la sangre subírseme a la cabeza.
Habla. Ahora. De inmediato. Sin rodeos.
No es solo otra mujer Vive una doble vida. Tiene otra familia en Vallecas. Una mujer. Y un hijo. Le han salido tres años.
Me quedé de piedra. Como sumergida en vacío.
Debí perder voz y oído al mismo tiempo. Pablo seguía balbuceando, explicándose, pero sus palabras parecían llegar a través de algodón. Un hijo. Eduardo tenía un hijo.
Así que llevaba mintiéndome tres años. ¡TRES AÑOS! Mientras yo llevaba a Jorge a sus academias, planchaba las camisas de Eduardo, hacía susa lasaña favorita y creía que eran tiempos difíciles en el trabajo. Ingenua. Ridícula. Una esposa con diploma de tonta de primera.
¿Dónde vive esa mujer? pregunté a Pablo, sin lágrimas ni temblores ya.
Clara por favor, no hagas tonterías.
¿Dónde. Vive. Ella? repetí clavándole la mirada.
Cedió.
Tienen un piso en Vallecas, alquilado. A veces te dice que está conmigo, pero va con ellos.
¿Y ella sabe de mí?
Claro. Pero le dijo que erais como vecinos. Que lo manteníais por el niño.
Ya. Lo “manteníamos”. Escucha, Eduardito, ahora vas a ver tú cómo se mantiene esto. Por dentro rugía como una leona. Tuve que contenerme.
Esa tarde preparé la cena como cada día. Jorge hacía deberes en la cocina mientras picaba la ensalada. Todo parecía un anuncio de familia feliz. Pero yo era otra persona.
Cuando Eduardo llegó, le recibí como siempre: un beso en la mejilla. Solo que ahora lo hacía para ver de cerca la cara del traidor.
¿Qué tal la guardia?
Agotador gruñó sentándose. Tuvimos un chico con una perforación de estómago. Caso triste
Edurrito ¿No tienes que ir al niño de tres años después de cenar?
Se paralizó. La cuchara suspendida sobre el caldo. Rostro impasible. Luego, un leve temblor en los párpados.
¿Qué has dicho? preguntó muy queda.
Lo que oíste. Lo sé todo. Lo de Vallecas, la otra mujer, el niño. Las mentiras y la traición.
Dejó la cuchara. Silencio.
Clara iba a decírtelo.
¿Cuándo? ¿El día de San Nunca? ¿O cuando la rana crie pelo? ¿O cuando el niño me llamara diciendo: ‘Señora, ¿dónde está mi papá?’?
Calló.
Eduardo, dime la verdad ¿La quieres? solté la pregunta clave.
No sé
¿Y a mí?
Guardó sil
Al devolverle la sonrisa a aquel padre soltero, supe que la vida ofrecía nuevas páginas en blanco para reescribir mi felicidad.
La doble vida de mi pareja
