DOS ALAS

Rodrigo y Vega llevan juntos siete años. Desde el instituto inseparables. Hijos no tuvieron. Nunca llegó. La abuela de Rodrigo insistía:
“¡Casáos por la iglesia, criaturas! Así vendrá la gracia divina. El Señor os dará descendencia.”
Para Rodrigo, su abuela era autoridad indiscutible. Por eso, pronto propuso matrimonio formal a su pareja de hecho.

Celebraron boda por todo lo alto. Intercambiaron alianzas. Sellaron los pasaportes. Aunque durante la fiesta, hubo un percance.
Al brindar con cava, los novios deben vaciar la copa (para felicidad sin lágrimas). Luego, tirarlas al suelo para romperlas. La copa de Rodrigo estalló en mil astillas; la de Vega ni se rajó, solo rodó.
Los invitados cuchichearon (bastante alto):
“¡Ay, mal augurio! No habrá paz para los recién casados.”
Rodrigo y Vega se rieron. “¡Tonterías!” Y continuó la celebración.

Tras la boda, empezó la convivencia. Pero…
Vega, convertida en esposa legal, pronto cambió y quiso dominar. Todo le parecía mal. Criticaba por nimiedades. Hasta que anunció:
“Rodrigo, nos equivocamos al casarnos. Somos como el cielo y la tierra. Será mejor separarnos.”

…Rodrigo culpó a su suegra. Para él era como la bruja del cuento de “La gallina de los huevos de oro”. Nunca tenía bastante. Atención, dinero, espacio en el piso de dos habitaciones… Y si el yerno vivía en su vivienda “ganadañ con sudor”, ella no paraba de “serrarle” y sermonearle sobre cómo hacer fortuna, no vivir con cuatro perras. Rodrigo aguantó en silencio las embestidas de mujer y suegra un año. Hasta que oyó:
“Vete.”
Preguntó a Vega:
“¿Es decisión TÚYA y de tu madre?”
“¡Sí! ¡Mi madre no tiene que ver!”espetó Vega.
Rodrigo fue recogiendo sus cosas, mirando a Vega con esperanza. “Quizá se apiade.”
Pero Vega ni inmutó el ceño.
“Adiós, mujer. Perdona si falle en algo”suspiró Rodrigo.
“¡Adiós!”Vega cerró la puerta de golpe.

Rodrigo dejó el hogar. Pero no tuvo mucho tiempo para lamentarse.
Pronto estuvo en brazos de otra chica. Era un tipo de bandera. Alto, deportivo, varonil.
Lidia, su nueva pasión, le amaba en secreto desde hacía tiempo. Trabajaban juntos. Cuando notó a Rodrigo deprimido y sin chispa, le propuso quedar fuera del trabajo. Él aceptó. Por aburrimiento…
Lidia era soltera y atractiva. Impecable reputación.

Pasearon por el parque al atardecer, tomaron café en una terraza. Rodrigo le contó su vida. Ella compadeció, suspiró, reconfortó. Y de repente soltó:
“Rodri, ¿no ves cómo te miro, cómo atrapo tu mirada? ¡Te quiero desde siempre! ¿Estás ciego?”
Rodrigo intuía los sentimientos de Lidia. En el trabajo coincidían a diario. Cuando él se acercaba, ella palidecía o enrojecía. Perdía la voz, se mareaba. Rodrigo la veía como una flor hermosa, pero solo eso. Lidia era lo opuesto a Vega: tranquila, tierna, amable. A Rodrigo le gustaba. Pero entonces estaba casado. ¡Nada de libertades! Ahora, expulsado de casa, pensó: “¿Por qué no? Pez que se regala… ¿Para qué rechazar manjar tan suculento?”

…A la mañana, Rodrigo y Lidia llegaron juntos a trabajar. Compañeros se guiñaron al verlos. Vaya, Lidia lo consiguió. Todos sabían de su pasión por Rodrigo. Pero nunca cruzaría la barrera llamada “esposa”.
Rodrigo se instaló en casa de Lidia.
Ella revoloteaba como mariposa en torno a su amor. Anticipaba sus deseos. Complacía con esmero. ¡Creía que no existía mayor dicha! Rodrigo disfrutaba sus mimos. La apodó Luciérnaga. Tan luminosa que calentaba el alma.

…Lidia le presentó a sus padres. Su padre era alto funcionario. Viendo a su hija locamente enamorada, sentenció:
“Pues vivid juntos. La boda más tarde. Primero, veré qué tal eres, yerno.”
Ignoraba que Rodrigo estaba casado. Lidia no se atrevió a decirlo. Conocía el genio de su padre…

¡Los jóvenes disfrutaban la vida! Hasta hacían planes. Volaron a Ibiza. El padre de Lidia financió el viaje. “¡A mi niña nada le sobra! Que se diviertan.”
…Pasaron tres meses y Vega reclamó a su esposo. Le dijo que esperaba un bebé que necesitaba padre. Rodrigo (apurado) volvió con su mujer. Lidia lo dejó marchar, pero añadió:
“Rodri, esperaré. Siempre…”

…Seis meses después, Vega y Rodrigo fueron padres. Nació una niñáza: Barbarita. Semana más tarde, llamó Lidia. Pidió a Rodrigo recogerla… del hospital. Ella tuvo una niña. Anita.
Rodrigo corrió con flores al hospital.
Recibía a Lidia su padre con un ramo enorme de claveles rojos.
Rodrigo besó a Lidia, le dio el ramo. Ella vio su desconcierto y miedo.
“Es tu hijita, Rodri. ¡Felicidades!”sonrió Lidia, agotada.
Rodrigo no entendía nada. Hacía cálculos mentales… Lidia le interrumpió:
“No sufras. Anita y yo no te estorbaremos.”
Su padre ni respondió al sal
Y mientras la celebración familiar continuaba entre risas y el suave tintineo de las copas, Romano, con esa complicidad que solo nace cuando se encuentra el rumbo verdadero, susurró al oído de Lesia: “Por fin comprendí que volar con dos alas no significa repartirse entre dos hogares, sino sostenerse en el mismo cielo junto a ti” y en ese instante, sin querer, sus copas se deslizaron de las manos, estrellándose contra el suelo en mil fragmentos brillantes que lanzaron un coro de alegres vítores y felices murmurullos.

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MagistrUm
DOS ALAS