Mamá, ¿por qué no me invitaste a tu cumpleaños? Apretó el teléfono con fuerza, los nudillos se volvieron blancos. Ya lo sabes suspiró su madre. Desde que te fuiste de la familia tu padre no puede perdonarte. Y Dimas bueno, él siempre estuvo del lado de Silvia, que tampoco te tiene en mucha estima.
Lucía estaba frente al espejo, corrigiendo las sombras de sus párpados. Una rara noche sin niñossus amigas la habían convencido de salir, de despejarse. El divorcio aún no era definitivo, pero vivir bajo el mismo techo que su marido ya no era una opción.
Tú sola estás destruyendo la familia le decía su padre.
Siempre complicas todo secundaba su hermano.
Hacía tiempo que había dejado de explicarse. ¿Para qué? La solidaridad masculina nunca les permitiría ponerse de su lado.
Pero lo que más dolía era escuchar a su madre decir que nadie era perfecto, que vivía en las nubes. Nadie parecía entender por qué estaba descontenta. Así que, claramente, el problema era ella.
Sonó el teléfono. Al otro lado, Lena gritaba entusiasmada:
¿Estás lista? ¡El taxi ya está abajo!
Sí, salgo ahora.
Los niños ya dormíanla abuela se había ofrecido a quedarse con ellos. Aunque no era su madre, que la castigaba por querer divorciarse, sino su suegra, la única que no parecía maldecirla.
¿Segura que podrás con ellos? preguntó Lucía ya en la puerta. Llámame si pasa algo, ¿vale?
¡Claro, vete ya! La mujer hizo un gesto con la mano. No son bebés. Necesitas respirar al menos una vez al año.
Asintió, pero algo se le encogió por dentro. Una vez al año. Llevaba tres sin pisar nada que no fueran reuniones escolares o festivales infantiles.
El club era ruidoso, moderno. Hasta le dio un poco de nervioshacía tanto que no salía, que no bailaba, que no se sentía simplemente mujer, y no madre, esposa o la fracasada que abandonó una “familia normal”.
La música era ensordecedora. Luces parpadeantes, risas, cuerpos ajenos, olor a cerveza y perfumes caros.
¡Por fin! Elena la agarró del brazo. ¡Empezamos sin ti!
Lucía sonrió y vació su primera copa de un trago. Dios, cuánto tiempo.
¿Bailas?
Después, ahora
Y entonces lo vio.
En la mesa grande del centrosu hermano Dimas, su esposa Silvia con un vestido brillante, su padre con una copa de cava, la tía Lola, el tío Víctor Toda su familia.
¿Qué? La voz se le quebró.
Elena siguió su mirada:
¡Mira, son los tuyos! ¡Qué casualidad!
¿Casualidad?
Y de prontoun clic en su cabeza. Miércoles. El cumpleaños de su madre.
Mamá, ¿tu cumple es el miércoles, no? había preguntado el fin de semana. Siempre lo celebrábamos el sábado. ¿Este año igual?
Su madre evitó su mirada.
Ay, qué sábado ni qué nada Este año no, cariño, con tantas cosas
¿Cosas? Claro. Cosas como reunirse todos sin Lucía. Celebrar. Ella sobraba. La que lo estropeaba todo.
¿Estás bien? Elena frunció el ceño.
Ella retrocedió lentamente.
Sí Tengo que irme.
¡¿Qué?! ¡Si acabas de llegar!
Pero Lucía ya caminaba hacia la salida, el corazón a mil, los ojos llenos de lágrimas. Ninguno de los suyos la había visto.
En el taxi, apoyó la frente contra la ventana y por fin dejó que las lágrimas cayeran. En silencio. No la querían ver. Y quizá nunca lo habían hecho.
El taxi se detuvo frente a su casa, pero no tenía ganas de entrar. Todo le ardía por dentrorabia, vergüenza, esa pregunta eterna: ¿por qué? ¿Qué tengo de malo?
Antes de cerrar la puerta, el teléfono vibró. Un mensaje de su hermano: «Hola. Hoy es el cumple de mamá. ¿La felicitaste?»
Se sentó en el banco de la entrada, escribió:
Estuve ahí. No me visteis. Cerró los ojos. Respiró. Borró el mensaje.
El teléfono vibró de nuevo. Su madre.
¿Sí? Su voz tembló.
¿Estás bien? susurró su madre, como si temiera ser escuchada. Dimas dice que no respondes
Estuve en el club.
Silencio.
¿En qué club?
En el mismo donde estáis todos.
Más silencio. Ruido de fondo, como si hubiera tapado el micrófono.
¿Nos nos viste?
Sí.
Otra pausa. Larga.
Mamá ¿por qué? Apretó el teléfono con fuerza.
Ya lo sabes suspiró su madre. Desde que te fuiste tu padre no te perdona. Y Dimas bueno, siempre apoyó a Silvia, que tampoco te quiere mucho.
¿Y tú?
Silencio.
La respuesta ya estaba clara.
En casa, los niños dormían. Su suegra, al ver su cara, no preguntósolo le sirvió té con miel:
Bebe. Estás temblando.
Lucía tomó la taza y, de pronto, rompió a llorar como una niña:
Estaban en el club. Festejando. Sin mí. A propósito. No me quieren ver.
Su suegra le apretó la mano:
Duele. Llora, te aliviará. Y luego pregúntate¿quieres estar entre esa gente? ¿Merecen tus lágrimas?
Es difícil, creo que llevo mucho tiempo sola, solo que ahora es oficial respondió Lucía. Dime, ¿por qué estás de mi lado? Siempre quise preguntártelo.
Conozco bien a mi hijo, cariño. Y supe desde el principio que no erais compatibles. Pero te esforzaste, niña, y eso merece respeto. Además, me diste unos nietos maravillosos.
Lucía sonrió. Era cierto, se había esforzado por ser una buena esposa. Aunque al principio quiso divorciarse al año y medio de casada.
Porque estaba cansada de adaptarse, de ceder, de buscar compromisos constantes. Su marido era militarsolo volvía a casa para descansar.
Y ella, con solo veinte años, quería una vida liviana, no ese papel de esposa feliz y ama de casa perfecta que todo lo lograba.
Pero todos le decían: «El problema eres tú, si no sabes apreciar a un hombre así». No era él, no era la relaciónera ella, Lucía, la que inventaba problemas y no sabía vivir «normalmente». Ella lo creyó.
Se calló, aprendió recetas de su suegra, tuvo dos hijos. Pero nada ayudóLucía era infeliz, nunca se acostumbró a su marido.
Entendió que la vida ya tiene suficientes dificultades como para forzarse a encajar con alguien. Él no la maltrataba, no.
Simplemente no veía sus necesidades ni entendía sus batallas internas. Tras diez años, no quedaba nada entre ellos excepto los niños.
A la mañana siguiente, un mensaje de su padre:
Otra vez lo arruinaste. Tu madre está destrozada.
Lucía no respondió. En cambio, abrió el portátil, escribió a Alba y buscó billetes. Necesitaba irse. Al menos por un tiempo.
Dos semanas después, estaba en