Natividad Buenaventura, hola. Soy Yolanda, su futura nuera. Quiero quedar con usted para hablar. ¿Cuándo y dónde le viene bien?
Natividad se tensó al escuchar las palabras “futura nuera”. ¿Qué clase de noticias eran esas? Adrián no le había dicho que planeaba casarse con ella.
Hola, Yolanda. Hoy a las seis en mi casa, te espero.
“¿De qué querrá hablar? ¿Estará esperando un niño? Claro, lo habrá hecho a propósito para obligar a Adrián a casarse. Ya lo conozco, he visto estas cosas antes.
¿En qué estaba pensando él? Ella no está a su altura. Adrián es arquitecto, con un gran futuro. Tiene su propio piso, coche, es guapo e inteligente. Un novio envidiado por cualquiera. Cualquiera estaría feliz, pero no, él elige a esta chiquilla”
Natividad arregló su casa y fue al supermercado, pero no podía calmar su inquietud.
Había visto a Yolanda unas cuantas veces y, desde el primer encuentro, no le cayó bien. Adrián la llevó para presentársela, luego para tomar un té, para charlar. Y cada vez, después de que se marcharan, Natividad le decía a su hijo lo que pensaba de esa chica.
Hijo, ¿no hay otras? ¿Por qué ella? ¿Qué tiene de especial? Es delgadita, pequeña, nada llamativa. ¡En mis tiempos, los hombres preferían otro tipo de mujeres! Además, no es tu pareja ideal.
Mamá, la quiero, y para mí es la mejor. ¡Y cocina de maravilla! Su cocido madrileño es una delicia.
Eso le dolió especialmente. Antes, él siempre elogiaba la comida de su madre, pero ahora esa chica hacía cocidos “divinos”.
Yolanda llegó puntual. Llevaba unas pastas de té, las favoritas de Natividad. “Qué astuta, intentando congraciarse conmigo”, pensó.
Natividad, iré al grano. Adrián me ha propuesto matrimonio y he aceptado. Él espera el momento adecuado para decírselo. Le preocupa que no se lo tome bien.
¡Claro que no me alegro!
Quiero hacer un trato con usted. Escúcheme, por favor.
Sé que crió a Adrián sola. Se casó porque supieron del bebé, pero no tuvo una vida feliz. Su marido la dejó. A mí también me crió mi madre; mi padre murió joven. Sé lo que es crecer sin una familia completa.
Usted dio todo su amor y esfuerzo a su hijo. Se lo agradezco mucho. Es educado, bondadoso, sensible. Eso es mérito suyo. Tiene motivos para estar orgullosa.
Natividad asintió, satisfecha. Era cierto, todo lo bueno en Adrián venía de ella.
Yolanda continuó.
Usted sueña con que su hijo se case con una chica guapa, exitosa, de buena familia. Y aparezco yo. Pequeña, sencilla, de familia humilde. Con un sueldo modesto. Para usted, no soy la mejor opción. Ahora está confundida, no sabe cómo disuadirlo, ¿verdad?
Natividad se encogió de hombros y asintió. Exactamente.
Mire lo que puede pasar. Adrián no la escuchará. Está decidido. Si insiste, terminarán peleándose. No irá a la boda, claro. Su hijo la desobedeció. ¿No?
Sí, así será.
Contará a todo el mundo lo mal hijo que es, lo mucho que hizo por él y cómo le pagó. Algunos la compadecerán, otros se reirán.
Mientras tanto, nosotros seremos felices. Usted nos ignorará, ofendida. Tendré un hijo, Adrián se lo dirá, pero usted se negará a conocer a su nieto. No reconoce nuestro matrimonio, así que tampoco a nuestro hijo.
Mi madre cuidará al niño, le contará cuentos, lo mimará. Será la abuela favorita.
Usted estará sola en su piso, viendo la tele, resentida. En Navidad, será peor. Todos estarán en familia, y usted, sola. El rencor la consumirá. Su salud empeorará, irá al hospital.
Otros tendrán visitas, usted solo a una vecina o amiga. Con su hijo y su “pésima” nuera no quiere hablar.
Al final, vivirá sola, sin ver crecer a su nieto, sin que nadie la llame “abuela”. Ese será su elección.
O tal vez no. Quizá, cuando me vaya, lo piense bien. Y, como madre inteligente y cariñosa, acepte la decisión de su hijo. Si me ama, será por algo.
No soy tan mala. En el trabajo me valoran, mi madre me adora, soy honrada. Seré buena esposa y madre. Y, sobre todo, amo a su hijo, y él me ama a mí.
Cuando Adrián le diga que quiere casarse, felicítelo. Acepte su elección. No tiene que quererme, pero tráteme con respeto.
Yo tampoco siento cariño por usted, pero estoy dispuesta a cambiar.
En la boda, tendrá un lugar de honor. Verá a su hijo feliz, y un poco a mí. Cuando nazca nuestro hijo, será bienvenida. Tendrá dos abuelas que lo adoren.
Nunca hablaré mal de usted, y espero lo mismo.
Tenemos algo en común: hacer feliz a Adrián. Colaboremos. Piénselo y llámeme. Gracias por el té, Natividad. ¡Hasta luego!
Al irse Yolanda, Natividad se sentó junto a la ventana, pensativa. Tenía razón. Así sería.
¿Qué ganaba oponiéndose? Nada. Estaría sola, amargada, mientras otra abuela disfrutaba de su nieto. Ella también quería eso.
Hola, Yolanda Acepto tu trato. No quiero quedarme sola. Quiero estar cerca de mi hijo, y por tanto, de ti. Y que me dejen al niño los fines de semana, ¿eh? Otra cosa ¿Qué le pones al cocido que tanto le gusta a Adrián?
Yolanda rio.
Natividad, su cocido es igual de bueno. El secreto está en las especias. Me alegra que acepte. Será lo mejor para todos. Adrián tenía razón: es una madre inteligente y cariñosa.
Tres años después.
Adrián, mira a Andresito, ¡es igualito a ti! ¡Qué niño más hermoso! Yolanda, gracias por aquel trato. Tenías razón
¿Qué trato? ¡Es la primera vez que lo oigo!
Bueno, Adrián, Yolanda y yo tenemos nuestros secretillos
Natividad intercambió una mirada cómplice con su nuera, y ambas sonrieron.
A veces, aceptar lo que no podemos cambiar nos trae la mayor felicidad. El amor verdadero no entiende de condiciones.