Papá, prometo comer muy poquito. No me lleves al orfanato, por favor,” suplicaba la niñita mientras se secaba las lágrimas

**Diario de un hombre**
En un pequeño pueblo de Castilla, donde las calles se perdían entre el polvo y las casas se apretujaban unas contra otras, vivía una familia sencilla. Javier y Carmen, dos personas que habían visto de todo en la vida. No eran ricos, pero tampoco pasaban hambre. Sus días transcurrían entre el trabajo en el campo, los niños y las tareas del hogar. Parecía que su vida estaba completa. Hasta que todo cambió.
Carmen descubrió que estaba embarazada otra vez.
Javier era un hombre práctico y calculador. Le parecía absurdo agrandar la familia cuando apenas podían mantener a los tres hijos que ya tenían. El dinero justo alcanzaba para lo básico, y ahora otro niño más.
Carmen, ¿te has vuelto loca? ¡Ya tienes cuarenta y tres años! Apenas podemos con los que hay, ¿y ahora? Javier buscó palabras para expresar su decepción, pero no las encontró.
Carmen, sin embargo, se mantuvo firme. Sentía que ese niño tenía que nacer. Para ella, era una decisión del corazón, más allá de la razón.
Cuando nació Lucía, Javier ni siquiera fue a recoger a Carmen del hospital. El nacimiento de la niña pasó como algo secundario en su vida. Al volver a casa, todo seguía igual, salvo por una pequeña más que pronto quedó relegada entre los demás.
Javier, mírala, ¡es preciosa! Carmen la contemplaba con amor, pero en los ojos de su marido no había ni un destello de cariño.
La más pequeña creció a la sombra de sus hermanos y la frialdad de su padre. Los otros casi ni la notaban. Carmen intentaba darle todo el amor que podía, pero sus fuerzas no eran infinitas. A menudo, Lucía se quedaba sola, perdida en sus pensamientos, preguntándose por qué su padre, al que tanto anhelaba agradar, nunca le prestaba atención.
Soñaba que, si hacía algo especial, él por fin la miraría. Incluso a los seis años, esperaba que jugara con ella o al menos le hablara. Lo observaba cuando él interactuaba con sus hermanos, pero él siempre apartaba la mirada.
Papá, ¡mira las fresas que he recogido! le dijo un día, corriendo hacia él con una cesta llena de frutas.
Pero Javier solo frunció el ceño:
Déjalas en la mesa, ahora no tengo tiempo.
Un día, cuando Lucía cumplió seis años, fue con su madre al bosque a buscar setas. Recolectó las favoritas de su padre, imaginando que esa noche cenarían juntos en familia. Creía que así, quizá, ganaría un poco de su atención.
Pero el destino quiso otra cosa. Empezó a llover torrencialmente. Carmen, apresurándose para volver, tropezó con una raíz y cayó. Lucía, asustada, dejó caer el cubo de setas y corrió hacia casa.
¡Papá, mamá se ha caído! gritó, sin aliento.
Javier estaba sentado a la mesa y tardó en reaccionar.
¡Mamá no se levanta! repitió Lucía, señalando hacia el bosque.
La familia corrió a ayudarla, pero cuando llegaron, Carmen ya no se movía. Los médicos dijeron después que había muerto al instante, golpeándose la cabeza contra un tronco.
A partir de ese día, la vida de Lucía cambió para siempre. Javier, tras el funeral, empezó a culpar a su hija pequeña.
¡Esto es culpa tuya! le gritaba cuando la veía llorar en un rincón. ¡Tú la mataste!
Sus hermanos, siguiendo el ejemplo del padre, exigían que se deshicieran de “la culpable”. Rodeada de odio, Lucía sentía que su mundo se derrumbaba. No entendía por qué nadie la quería o por qué todo el dolor de la familia caía sobre ella.
Papá, ¡échala de casa! Ella tiene la culpa de que mamá no esté insistía su hermana mayor, con rencor en la mirada.
Cuando la abuela de Javier, testigo de todo, la llevó consigo, Lucía sintió un pequeño alivio. Pero pronto comprendió que allí tampoco era bienvenida. Una tarde, escuchó por casualidad una conversación entre su abuela y su padre.
No hay sitio para ella aquí, madre decía Javier. Tú tampoco estás para cuidar a otro niño.
Lucía se quedó paralizada tras la puerta, sintiendo que cada palabra le atravesaba el corazón.
Pero es una niña como los demás. ¿Cómo puedes mandarla a un orfanato? replicó la abuela.
¿Y cómo voy a alimentar a cuatro? respondió él con frialdad.
Sin aguantar más, Lucía entró corriendo.
¡Papi, yo comeré muy poquito! ¡Por favor, no me lleves al orfanato! suplicó, secándose las lágrimas con las manos temblorosas.
Pero su padre solo apartó la vista, como si sus palabras no significaran nada.
Aceptar el orfanato fue durísimo. Durante mucho tiempo, Lucía esperó que alguien viniera a buscarla. Pero con los años, entendió que nadie lo haría. Cuando las familias venían a adoptar, todos los niños corrían hacia ellos con esperanza… menos ella. Si su propio padre la había rechazado, ¿quién más la querría?
Los años pasaron, y cuando Lucía salió del orfanato, decidió volver a casa. En el fondo, anhelaba ver aunque fuera un atisbo de aceptación. Pero la realidad fue cruel.
Al cruzar el umbral, su hermana mayor, que apenas la reconoció, la recibió con una mirada helada.
Lucía, aquí no hay nada para ti. ¿Para qué has venido? dijo con dureza.
Lucía tragó saliva, sintiendo que cada palabra le quemaba, pero intentó mantenerse firme.
Esta también es mi casa. He vuelto respondió, aunque su voz tembló.
Su hermana soltó un bufido.
Se vuelve a donde te esperan. Aquí no te espera nadie. Vivo yo con mi familia y papá. Tú no tienes lugar aquí dijo con frialdad, como si ya hubiera decidido su destino.
En ese momento, salió su padre. Se detuvo al verla. Su rostro no mostró emoción alguna, como si ella fuera invisible. Lucía, sintiendo un débil rayo de esperanza, dio un paso adelante, pero él alzó una mano para detenerla.
No. Quédate ahí.
Sin decir más, dio media vuelta y entró en la casa.
Lucía bajó la cabeza y se marchó. Se dirigió a la tumba de su madre. Después de limpiarla y hablarle en voz baja, como si pudiera oírla, tomó una decisión. No podía quedarse. No era bienvenida. Ya no pertenecía a esa familia.
Sin mirar atrás, se fue a la ciudad.
Lucía se sentó en un banco frío en medio de una plaza extraña. La gente pasaba sin fijarse en ella. Las calles bullían de ruido, coches y voces, pero se sentía ajena, como si no tuviera derecho a estar ahí. Apretaba una pequeña bolsa con sus pocas pertenencias: algo de ropa y sus documentos. La ciudad le parecía enorme y hostil, sin calor ni refugio. Todo le era ajeno.
Las horas se alargaban. No sabía adónde ir. De pronto, la soledad la aplastó con fuerza, y solo deseó desaparecer.
¿Señorita, está usted bien? una voz suave la sacó de sus pensamientos.
Alzó la vista y vio a un joven. Su mirada transmitía preocupación sincera, y en sus ojos había algo cálido.
Esa simple pregunta le quebró la voz, y las lágrimas brotaron sin control. Todos esos años de dolor, rechazo y abandono estallaron. Su corazón se encogió, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que alguien la veía.
Sí, estoy bien susurró, pero su temblor la delató.
El hombre no se

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MagistrUm
Papá, prometo comer muy poquito. No me lleves al orfanato, por favor,” suplicaba la niñita mientras se secaba las lágrimas