Si dices una palabra más, Doña Encarnación, sobre lo que debo y a quién, acabarás comiendo a través de una pajita el resto de tus días.
Está sabroso, Rosario, muy sabroso, nadie lo niega. Pero aguado. No tiene sustancia, ¿entiendes? Mucho caldo, pero sin alma. Como si hubieran ahogado unas verduras en agua teñida.
La voz de Doña Encarnación, suave y envolvente como natilla caliente, llenó la pequeña cocina. Apartó el plato con el cocido a medio comer, y ese gesto fue más elocuente que cualquier discurso. El veredicto estaba dado. Rosario, de pie frente al fregadero, no se giró. Solo tomó una esponja y comenzó a frotar con precisión quirúrgica una mancha invisible en la encimera. Sus hombros permanecieron inmóviles, su espalda, recta como un mástil. Ni un solo músculo se tensó en su rostro al escuchar la sentencia, disfrazada de consejo bienintencionado.
Alfonso, su marido e hijo de Doña Encarnación, estaba sentado a la mesa, refugiado tras su enorme taza de porcelana. Masticó una galleta de avena con estruendo, la acompañó con un sorbo de té y alargó la mano por otra. No miró ni a su madre ni a su mujer. Su mirada se clavaba en el centro de la mesa, en el plato de galletas, como si fuera el objeto más fascinante del universo. Estaba en su burbuja de azúcar y calor, ajeno al duelo silencioso que se desarrollaba a su lado. Eran asuntos de mujeres, y él no se metía en eso.
Ahora mismo termino y pasamos al salón dijo Rosario con tono neutro, sin volverse. Su voz no delataba emoción alguna, como la de una azafata anunciando un retraso.
Comenzó a recoger los platos. Sus movimientos eran precisos, casi mecánicos. Ni un gesto de más, ni un ruido accidental. La vajilla no chocó, las cucharas no tintinearon. Apiló los platos con tal cuidado que parecía realizar un ritual sagrado, cuyo fracaso podría desencadenar el fin del mundo. Ese orden meticuloso era su única defensa contra la voz melosa y venenosa de su suegra.
Doña Encarnación, satisfecha con el efecto causado, se levantó con dignidad regia y se dirigió al salón. No se sentó en el sofá, no. Se hundió en el viejo sillón de brazos altos, que al instante se transformó en un trono. Acomodó los pliegues de su vestido y escrutó la habitación con mirada de inspectora de aduanas. Nada escapaba a sus ojos afilados.
Cuando Rosario y Alfonso entraron, ella sacudió la cabeza con aire pesaroso, mirando por encima de sus cabezas.
Ay, Alfonsito, mira su voz adoptó un tono de tristeza ancestral, mientras señalaba con elegancia un marco de madera en la pared. ¿Ves esa esquina? Polvo. No, no es polvo. Es dejadez. Cuando en una casa hay una buena dueña, el aire vibra de limpio. Pero aquí el aire está cansado.
Alfonso obedeció, entrecerró los ojos como si realmente intentara ver algo, y resopló, ahogando cualquier protesta en otro sorbo de té. No defendió. No discutió. Solo asimiló. Y Rosario, en medio de la habitación, sosteniendo la bandeja vacía, se quedó helada. Miró a su marido, a su rostro impasible, luego a su suegra, entronizada en su sillón, y sintió cómo el frío control que tanto había cultivado comenzaba a agrietarse.
No es el polvo, Alfonsito. El polvo es solo la consecuencia.
Doña Encarnación lo dijo con un suspiro cargado de tragedia, como si compartiera un conocimiento arcano. Se ajustó un pliegue imaginario del vestido, afianzándose en su trono. Su postura, su voz, todo en ella emanaba certeza. No era una simple visit