¡Ya no cocino para todos!

¡No voy a cocinar para todos! Solo para mí y para Anita. ¿Y eso por qué? protestó Miguel con cara de pocos amigos. Porque en esta familia, que yo sepa, cada uno va a lo suyo. ¡Así que a vivir con ello!

¡Mamá, ¿dónde está mi desayuno? Lucía irrumpió en el dormitorio sin llamar. ¡Voy a llegar tarde al instituto!

Nuria intentó levantarse, pero le dio un mareo. El termómetro marcaba treinta y ocho y medio. La garganta le ardía, y el pecho le sonaba como un fuelle roto.

Lucía, estoy enferma Coge algo de la nevera.

¡No hay nada! ¡Solo yogures para la pequeña! La chica se plantó en la puerta con los brazos cruzados. ¡Siempre piensas solo en ella!

De la habitación infantil llegó un llanto. Anita se había despertado. Nuria se obligó a ponerse en pie. Las piernas le flaqueaban y veía estrellas.

Nuria, ¿dónde está mi camisa? Miguel asomó desde el baño. La azul a rayas.

En el armario, supongo

¡No está! ¿La planchaste ayer?

Nuria se apoyó en la pared. Ayer había pasado el día con fiebre, intentando ocuparse de la pequeña.

No, no tuve tiempo.

¡Joder! ¡Tengo una reunión! El hombre cerró la puerta del baño de un portazo.

Anita lloraba cada vez más fuerte. Nuria arrastró los pies hasta la habitación, cogió a su hija en brazos. La pequeña se aferró a ella, sollozando.

¡Mamá! gritó Lucía desde la cocina. ¡Aquí no hay absolutamente nada! ¡Ni pan!

El dinero está en la mesa, cómprate algo por el camino.

¡No voy a entrar en una tienda! ¡Tengo un examen! ¡Y además, es tu obligación alimentar a la familia!

Nuria, sin decir palabra, fue a la cocina con Anita en brazos. Sacó unas hamburguesas del congelador y puso la sartén al fuego.

¡Y hazme unos macarrones! ordenó Lucía, clavada en el móvil.

Mientras se hacía el desayuno, Miguel salió del dormitorio con una camisa arrugada.

Me he tenido que poner esta. Parezgo un mendigo. ¡Gracias por nada!

Nuria calló. Le dolía hasta hablar, y no le quedaban fuerzas para explicaciones.

Hoy es el cumple de Laura anunció Lucía, sirviéndose los macarrones. Iré a su casa después de clase. Volveré tarde.

Lucía, me encuentro fatal. ¿Podrías quedarte en casa? ¿Ayudarme con tu hermana?

¡Ah, claro! ¡Como si no llevara medio año esperando esta fiesta! ¡Y además, yo no pedí una hermana! ¡Ese es vuestro problema!

La chica agarró la mochila y salió de casa dando un portazo.

Miguel terminaba el desayuno mientras hojeaba las noticias en el móvil.

Miguel, ¿podrías venir hoy antes del trabajo? La verdad es que estoy muy mal.

No puedo. Hay una cena de empresa. Obligaciones, ya sabes.

Pero estoy enferma

Pues tómate algo. Paracetamol o lo que sea. No estás en la cama, ¿no? Ármate de valor.

Le dio un beso en la frente ardiente y húmeda de sudor y se marchó.

Nuria se quedó sola con su hija de tres años. Anita demandaba atención, comida, juegos. Nuria hacía todo en piloto automático, sintiendo cómo las fuerzas la abandonaban.

A la hora de comer, la fiebre subió a treinta y nueve. Nuria logró darle algo de comer a la niña, la acostó y se desplomó en el sofá. La cabeza le martilleaba, el corazón le latía a mil.

El móvil vibró. Un mensaje de Lucía: «Mamá, dame dinero para el regalo de Laura. ¡Urgente!»

Nuria no respondió. Ni siquiera tuvo fuerzas para coger el teléfono.

Por la noche, el primero en llegar fue Miguel. Alegre y con un punto de chispa, llevaba una bolsa de la tienda.

¡He comprado cerveza y patatas! ¡Hoy hay partido! Se dejó caer en el sofá y encendió la tele.

Miguel, dale de comer a Anita, por favor. No puedo ni levantarme.

¿Tan mal estás? por fin miró a su mujer. ¿Por qué estás tan roja?

Tengo mucha fiebre. Todo el día

Bueno, pues llama al médico si es grave. ¿Dónde está la peque?

En la cama. Se despertará pronto.

Vale, le daré algo. Pero que se despierte antes.

La niña se despertó media hora después. Lloraba, llamando a su madre. Miguel, de mala gana, apartó la vista de la tele y la cogió en brazos.

¿Por qué lloras? ¡Ven con papá!

Pero la pequeña solo quería a su madre, y el llanto se hizo más fuerte. Miguel se desesperó.

¡Nuria, te quiere a ti!

Dale una galleta de la despensa. Y zumo.

¿Dónde? ¡No lo encuentro!

Tuvo que levantarse. El mundo le dio vueltas, y apenas pudo agarrarse a la pared. Nuria sacó las galletas, llenó el vaso. Anita se calmó un poco.

Lucía volvió pasada la medianoche. Nuria seguía despierta la fiebre no la dejaba dormir.

¿Por qué no me contestaste? arrancó la chica nada más entrar. ¡Tuve que pedirle dinero a la madre de Laura! ¡Qué vergüenza!

Lucía, he pasado el día con cuarenta de fiebre

¿Y? ¿No podías coger el móvil? ¡Dos segundos!

A la mañana siguiente, Nuria despertó porque Miguel la sacudía por el hombro.

¡Nuria, levántate! ¡Me tengo que ir, y la peque no para de llorar!

La fiebre había bajado, pero la debilidad seguía ahí. Nuria se levantó, cogió a su hija y empezó a vestirla.

¿Y el desayuno? preguntó su marido.

Hazlo tú. Yo llevaré a Anita al cole.

¿Yo? ¡Si no sé! ¡Y no tengo tiempo!

Aprenderás.

Algo en su voz hizo callar a Miguel. Refunfuñó algo y se fue a la cocina.

Cuando Nuria volvió del cole, la casa parecía una leonera. Platos sucios, ropa tirada, la cama sin hacer. Normalmente, ella misma se ponía a limpiar. Pero hoy no.

Se dio una ducha, se tomó un té y se acostó.

Por la tarde, la familia se reunió para cenar. Bueno, más bien alrededor de una mesa vacía.

Mamá, ¿qué hay para cenar? preguntó Lucía.

No sé. Lo que prepares, eso habrá.

¿Cómo? su hija abrió los ojos como platos.

Literal. Ya no voy a cocinar para todos. Solo para mí y Anita.

¿Y eso por qué? se indignó Miguel.

Porque en esta familia, al parecer, cada uno va a lo suyo. ¡Así que a vivir con ello!

Nuria, ¿qué te pasa? su marido intentó abrazarla, pero ella se apartó.

Estoy harta de ser la criada. Ayer dejasteis claro que para vosotros solo soy servicio doméstico gratuito.

Mamá, ¡ya me he disculpado! mintió Lucía.

No, no lo has hecho. Ni tu padre tampoco. Nadie me ha preguntado

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MagistrUm
¡Ya no cocino para todos!