¡Puaj, mendiga! murmuraban los transeúntes al ver a la anciana tirada en el barro. Pero al escuchar las palabras del niño, se quedaron helados.
¡Puaj, mendiga! dijo una mujer joven, apartando a su hijo para que no se acercara.
Sin embargo, el niño, de unos cinco años, se soltó de un tirón y corrió hacia la anciana. Se arrodilló, la miró a los ojos y dijo en voz alta:
¿Abuelita? ¿Eres tú?
Todos se paralizaron.
La mujer, horrorizada, se abalanzó hacia su hijo, pero él ya le estaba tomando la mano a la anciana.
Mamá, ¡es ella! La vi en una foto. En nuestro álbum sacó del bolsillo un cochecito de juguete arrugado y lo puso a su lado. Tú me lo regalaste antes de que papá dijera que te habías ido muy lejos.
La anciana tembló. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las manos le temblaban.
Antoñito susurró. No me dejaron He pasado tantos años
¿Es mi madre? logró decir al fin la joven, arrodillándose lentamente a su lado. Me dijeron que habías muerto. Que nos habías abandonado
Yo no los abandoné Me internaron en el hospital. Luego nos quitaron la casa. Después los busqué. Pero luego me dio vergüenza, miedo No sabía cómo eras ya
Los transeúntes ya no seguían su camino. Algunos bajaron la mirada, otros sacaron un pañuelo. Alguien trajo agua.
Vamos a casa, mamá dijo la hija en voz baja, conteniendo las lágrimas. Por favor. Perdóname por no buscarte. Perdóname por no creer
La anciana asintió en silencio.
Y en ese instante, entre el barro y la indiferencia, sucedió un milagro: una abuela desharrapada, su nieto y su hija adulta se convirtieron, ante los ojos de todos, en una familia.
Pasó una hora.
La abuela, envuelta en la chaqueta de su yerno, iba sentada en el asiento trasero del coche. A su lado, el nieto no soltaba su mano.
Te echaba de menos, abuelita. ¿Sabes hacer tortitas? preguntó él, serio.
Sí sonrió ella por primera vez en años. Con manzana. Como las que a ti te gustan.
La hija enjugó disimuladamente las lágrimas, mirando por el retrovisor.
¿Sabías que vivía en este barrio? preguntó en voz baja cuando el coche arrancó.
Lo sabía. A veces me acercaba al parque. Miraba cuando salían. Tenía miedo de acercarme. Pensé que no me perdonarías.
Yo ni siquiera sabía cómo vivir sin ti. Cuánto grité cuando desapareciste Luego papá dijo que habías muerto. Que estaríamos mejor sin ti. Y yo le creí.
El silencio llenó el coche. Solo el roce de las ruedas en el asfalto y la voz del niño:
Abuelita, tenemos un gato. Puedes ser su amiga. Pero no te asustes, muerde si tiene hambre.
Todos rieron. La tensión se disolvió en risas. La abuela apoyó la cabeza en el asiento, como si por fin, tras años, pudiera relajarse.
Pasó un mes.
La casa olía a pan recién horneado, y en el alféizar dormía el famoso gato mordelón. En la cocina, la abuela repartía tortitas en los platos mientras el nieto las decoraba con nata y fresas.
La hija se acercó por detrás y la abrazó.
Has vuelto.
Siempre estuve cerca, solo que afuera.
Ahora estás en casa. Para siempre.
Y en esa sencillez el té en las tazas, el delantal viejo, los dibujos en la nevera había más felicidad de la que las palabras podrían contener. Simplemente existía.
La primavera llegó de repente, con el sol y las primeras flores. En el parque donde antes se veía una figura solitaria y encorvada con un abrigo viejo, ahora había una mujer con un cárdigan limpio. A su lado, el nieto en bici reía:
¡Abuelita, mira, sin manos!
Ella sonreía. No con vergüenza, no con cansancio, sino con el alma. Entre sus manos, agujas de tejer y un ovillo de lana verde. Hacía una bufanda para su nieto. Y por sus mejillas arrugadas corrían lágrimas. No de dolor, sino de alivio.
Se acercó la misma mujer que antes había dicho «¡Puaj, mendiga!». Sonrió tímidamente, con una caja de pastel en las manos.
Aquella vez me equivoqué. Perdón.
No pasa nada respondió la abuela. Yo tampoco me perdonaba. Ahora estoy aprendiendo.
Los vecinos se reunían en los bancos. Algunos saludaban, otros solo asentían, pero ya no con desprecio, sino con respeto.
La hija salió del portal con una manta:
Mamá, tómate, que hace aire.
Gracias, cariño.
La abuela tomó la manta, pero no la miraba a ella, sino a su hija. Con gratitud. Por dejarla entrar. Por ver en ella a una persona.
El nieto se acercó corriendo, la abrazó y susurró:
Abuelita, ¿y si no te hubiera reconocido aquel día?
Ella sonrió, lo besó en la cabeza:
Pero me reconociste.
Y con eso bastaba.
Pasaron seis meses.
La abuela ahora de nuevo llamada Doña Carmen daba clases de punto en el centro social. En la pared colgaba una foto suya con el nieto: él con la bufanda verde, ella con un chaleco tejido, sonriendo de verdad.
Pero a veces por la noche despertaba sobresaltada.
Escuchaba: ¿la echarían? ¿Habría sido un sueño?
Entonces se levantaba, iba a la cocina, se sentaba junto a la ventana. Y de pronto pasos. Pequeños pies descalzos.
¿Otra vez tienes miedo? preguntaba el nieto, frotándose los ojos.
Un poco reconocía ella. Se me pasará.
Me quedo contigo. Para que sepas que estás en casa.
Se sentaban juntos, en silencio, a veces horas. Simplemente respirando. Y con eso bastaba.
Un día, tocaron a la puerta.
Era un hombre mayor, con bastón. Cabello cano, ojos conocidos.
Carmen
Francisco
Me enteré de que te habías encontrado.
Era él. Su marido. El padre de su hija. El que había ocultado la verdad.
Ella se quedó quieta, mirando a los ojos de quien una vez decidió que su familia no la necesitaba.
No tengo excusas murmuró él. Fui un cobarde. Pero todo este tiempo llevé tu foto en la cartera.
El nieto asomó la cabeza.
¿Es el abuelo?
Sí dijo ella con calma. Pero ahora tú decides si quieres conocerlo.
El niño le tendió la mano.
Si la abuelita te perdona, yo también lo intentaré.
Francisco lloró. Y en esas lágrimas había arrepentimiento. Tardío, pero igual de importante.
Esa noche, la abuela le dijo a su hija:
Gracias por enseñarme a ser de nuevo. No solo a sobrevivir. No a esconderme. Sino a vivir.
Tú nos enseñaste a nosotros. A todos.