La auxiliar de enfermería le tiró la cuña al jefe de servicio, que no quería atender a un herido pobre y desaliñado.
La noche en el servicio de cirugía se hacía eterna, como si el tiempo se hubiera ralentizado. El aire, denso y pesado, olía a antiséptico y medicamentos. En un rincón de la sala de enfermería, apenas iluminado por una lámpara tenue, estaba Lucía Mendoza delgada, con ojos que brillaban de cansancio y el pelo rubio revuelto. Sobre sus rodillas tenía un libro abierto: “Cuentos” de Clarín, su refugio, su escape de la realidad.
Pasaba los días estudiando en la escuela de enfermería y las noches trabajando como auxiliar. Estos minutos de silencio eran su único consuelo. Leer no era un simple hábito, era su manera de sobrevivir, de no perderse entre cubos de fregona y restos de vendas usadas.
¿Y esto qué es? ¿Un club de lectura?
La voz, cortante, rompió el silencio. Lucía se sobresaltó. El libro desapareció de sus manos. Alzó la mirada y allí estaba Javier Montero, el jefe de servicio. Había aparecido sin hacer ruido, como siempre, como si disfrutara pillando a alguien en un momento de debilidad. Bajo, con entradas marcadas y una expresión permanentemente irritada, sostenía el libro entre dos dedos, como si fuera algo sucio.
¿Clarín? soltó una risa burlona. Muy bonito inspirarse en los clásicos, Mendoza. Pero esto no es un salón de té, es un hospital. Aquí no te pagan por soñar, sino por trabajar. ¿O crees que el sueldo es para perder el tiempo?
Lucia se levantó lentamente. No sentía miedo, solo rabia acumulada durante años.
Primero, me pagan una miseria. Segundo, ya he terminado mis turnos. Las habitaciones están limpias, los pacientes atendidos. ¿No tengo derecho a un descanso?
¡Ah, conque así! elevó la voz. ¿Ahora discutes con tus superiores? Un paso en falso y te vas a la calle sin tiempo ni de recoger tus cosas.
En ese momento, la puerta se abrió. Apareció Marta, su amiga y compañera. Con un vistazo, entendió la situación.
Lucía, ¡urgencia en la sala seis! El abuelo empeora, necesita ayuda.
La agarró del brazo y la sacó al pasillo, lanzando un educado:
Disculpe, doctor Montero, ahora lo solucionamos.
Cuando se alejaron, Marta susurró:
¿Estás loca? ¿Por qué le contestas? ¡Ese hombre es capaz de cualquier cosa con tal de humillarte! Cállate, por favor.
No puedo callarme cuando veo cómo pisotean a la gente respondió Lucía, firme. No es un médico, es un carcelero.
Tus palabras no cambiarán nada. Pero tú sí que lo pagarás. Sé prudente.
Prudencia Lucía sonrió amargamente. Esa palabra había perdido sentido para ella desde los quince años, cuando la vida la obligó a luchar. Cerró los ojos y por un instante escapó del hospital. Recordó su infancia: el sol entrando por el ventanal, la risa de su padre fuerte, seguro, exitoso. Él la levantaba en brazos, le regalaba una muñeca de porcelana un símbolo de un mundo estable, lleno de amor.
Pero ese mundo se derrumbó en una noche. Su padre fue apaleado en el portal no por robarle, sino como advertencia. Competencia sucia. Los médicos lo salvaron, pero una lesión medular lo dejó en silla de ruedas. De hombre alegre pasó a ser una sombra llena de odio. Su madre, Carmen, no pudo soportarlo. Tras la muerte de su marido, un infarto la dejó postrada. Lucía, con quince años, vendió la muñeca, luego todo lo de valor, para comprar medicinas. Empezó a trabajar: primero limpiando, luego como auxiliar.
Vio cómo los enfermos sufrían, cómo los médicos pasaban de largo. Y entonces juró: sería médica. De las que escuchan, de las que no dan la espalda. No como Javier Montero.
Cerca de las dos de la madrugada, cuando el hospital dormía, los gritos en urgencias la despertaron. Un hombre yacía en una camilla ropas rotas, cara embadurnada, oliendo a alcohol y sudor. Se agarraba el costado, donde la sangre se filtraba entre sus dedos.
¿Qué pasó? preguntó Lucía.
Puñalada por una cartera vacía farfulló.
Javier Montero apareció, miró al hombre con desprecio.
¿Y este quién es? ¿Un mendigo de la calle?
Herida de arma blanca. Necesita cirugía dijo una enfermera.
El jefe de servicio ni se acercó.
¿Y yo tengo que ocuparme de esto? Está sucio, borracho, sin papeles. ¿Quién va a pagar? No pienso ensuciar el quirófano por un vagabundo.
¡Pero puede morir! protestó una enfermera joven.
Javier sonrió frío.
Que muera. Es selección natural. Llamen a la policía. No gastaré recursos en escoria.
Se dio la vuelta. El personal se quedó paralizado. Lucía sintió algo romperse dentro de ella. Recordó a su padre. La ambulancia lenta. El médico indiferente. “Esperaremos a terminar el café”. El miedo se evaporó, solo quedó rabia.
Tenía en las manos una cuña limpia. En ese momento, pesaba como un arma. Marta intentó detenerla:
¡Lucía, para! ¡Piensa en tu madre!
Pero ella ya no escuchaba. Entró en el despacho de Javier sin llamar. Él hojeaba una revista.
¡Usted no es un médico! gritó. ¡Juró ayudar a todos, ricos o pobres! ¡Y usted es un asesino por omisión!
Javier se levantó, furioso.
¿Tú quién eres para darme órdenes? ¡Tu trabajo es limpiar mierda, no leer ni opinar! ¡Fuera!
Lucía no tembló.
¿Limpiar? De acuerdo. Permítame cumplir.
Y, antes de que nadie reaccionara, volcó la cuña vacía, solo con olor a lejía sobre la cabeza de Javier.
Silencio. Gotas resbalando por su calva, por la chaqueta. Luego, un alarido.
¡DESPEDIDA! ¡Te arruinaré! ¡Te demandaré!
Salió corriendo hacia el baño. En urgencias, algo cambió. El miedo se disipó. La enfermera jefe ordenó:
¡Rápido! ¡A quirófano!
La rueda de la justicia, tras años quieta, empezó a girar.
Lucía recogió sus cosas libros, una foto, una mochila y salió. El aire de la mañana era frío, pero ella ardía. No se arrepentía. Sabía que habría consecuencias: despido, denuncia, quizá juicio.
En casa, su madre la esperaba.
Lucía, ¿qué pasa? preguntó Carmen, envuelta en un chal.
Nada, mamá sonrió, aunque el corazón le pesaba. Terminé antes. ¿Cómo estás?
Mintió hasta que, horas después, llamaron a la puerta. Un policía joven, con cara de cansancio:
¿Lucía Mendoza? Tiene que venir a comisaría. Hay una denuncia del doctor Montero.
Carmen lo entendió todo. Pálida, escuchó la historia. Al final, en sus ojos hubo miedo pero también orgullo.
Días después, Marta llamó:
¡Lucía, algo raro pasa! Hoy vinieron hombres trajeados, preguntando