La auxiliar de enfermería volcó la cuña sobre la cabeza del jefe de servicio, que se negaba a atender a un mendigo herido y mal vestido.
La noche en el servicio de cirugía transcurría con una lentitud insoportable, como si el tiempo se hubiera ralentizado. El aire era denso y pesado, impregnado de olor a antisépticos y medicinas. En un rincón de la sala de enfermería, iluminado tenuemente por una lámpara, estaba sentada Lucía Méndez delgada, con ojos brillantes y pelo rubio despeinado. Sobre sus rodillas descansaba un libro abierto: “La Regenta” de Clarín, su refugio, su escape de la realidad.
Pasaba los días estudiando en la escuela de enfermería, las noches trabajando como auxiliar, y esos escasos momentos de silencio eran su único consuelo. Leer no era solo un hábito, sino una forma de conservar su humanidad entre cubos de agua sucia y la limpieza de los enfermos.
Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? ¿Un club de lectura?
Una voz agria y molesta irrumpió en la quietud. Lucía se sobresaltó. El libro desapareció de sus manos. Alzó la mirada y allí estaba, como siempre, el doctor Eduardo Montero, jefe del servicio. Había aparecido en silencio, como si se deslizara para pillar a alguien en un momento de debilidad. Bajo, con el pelo escaso y una expresión de perpetuo fastidio, sostenía el libro entre dos dedos, como si fuera algo desagradable.
¿Clarín? esbozó una sonrisa burlona. Muy noble, inspirarse en los clásicos. Pero usted no está en el salón de una marquesa, señorita Méndez, sino en un hospital. No le pagan por soñar despierta, sino por trabajar. ¿O acaso cree que esto es un círculo literario?
Lucía se levantó lentamente. No sentía miedo, solo una rabia antigua, acumulada durante años.
Primero, me pagan tan poco que ni para pan me alcanza. Segundo, ya he terminado todo. Las habitaciones están limpias, los pacientes atendidos. ¿No tengo derecho a un descanso?
¡Ah, conque así! su voz se elevó. ¿Encima se atreve a replicar? Una palabra más y la despido sin pensarlo dos veces.
En ese instante, la puerta se abrió. Apareció Marta, su amiga y compañera, que al ver la escena entendió todo de inmediato.
Lucía, ¡urgencia en la habitación seis! El abuelo empeora, ¡necesita ayuda!
La agarró del brazo y la sacó al pasillo, lanzando con falsa cortesía:
Disculpe, doctor Montero, ahora lo solucionamos.
Cuando se alejaron, Marta susurró:
¿Estás loca? ¿Por qué le contestas así? ¡Ese hombre es capaz de destruirte! ¡Baja la cabeza y cállate, por favor!
No puedo callarme cuando veo cómo humillan a la gente respondió Lucía con firmeza. Él no es un médico. Es un carcelero.
Tus palabras no cambiarán nada. Pero a ti te perjudicarán. Sé prudente.
Prudencia. Lucía sonrió amargamente. Para ella, esa palabra había perdido significado hacía mucho. Desde los quince años, vivía bajo otra ley: la de actuar, arriesgar, luchar. Cerró los ojos y por un instante escapó del hospital. Recordó su infancia: la luz del sol entrando en el salón, la risa de su padre fuerte, seguro, triunfador, la enorme muñeca de porcelana que le regaló. Ese regalo simbolizaba un mundo lleno de amor y estabilidad, donde todo parecía eterno.
Pero ese mundo se derrumbó en una noche. Su padre fue golpeado en el portal no por robo, sino como advertencia. Competencia. Los médicos le salvaron la vida, pero una lesión en la columna lo dejó inválido. De hombre alegre pasó a ser un ser amargado que descargaba su dolor en los suyos.
Su madre, Carmen, no pudo soportarlo. Tras la muerte de su marido, un infarto la fulminó. Los médicos hablaron de agotamiento nervioso. Lucía, con solo quince años, se quedó sola. Vendió la muñeca, luego todo lo de valor, para comprar medicinas. Empezó a trabajar: primero como limpiadora, luego como auxiliar.
Vio cómo los enfermos sufrían, cómo los médicos pasaban de largo, cómo la vida humana perdía valor. Entonces, recordando el sufrimiento de sus padres, juró: sería médica. De las de verdad. De las que escuchan, que no dan la espalda. No como Eduardo Montero. Esos recuerdos eran su arma, lo que la mantenía en pie.
Cerca de las dos de la madrugada, cuando el hospital estaba en silencio, Lucía se durmió sobre el libro. La despertaron voces en urgencias. Corrió hacia allí.
Sobre la camilla había un hombre harapiento, sucio, con olor a alcohol. Presionaba su costado, y entre sus dedos se filtraba sangre.
¿Qué ocurre? preguntó Lucía.
Puñalada gruñó. Por no tener dinero…
Eduardo Montero salió de su despacho y lo miró con desprecio.
¿Y este quién es? ¿Un vagabundo de la calle?
Herida de arma blanca dijo la enfermera de guardia. Necesita cirugía urgente.
El jefe ni se acercó. Lo evaluó con la mirada y negó con la cabeza.
¿Y ahora yo tengo que ocuparme de esto? Está sucio, borracho, sin papeles ni seguro. ¿Quién va a pagar? No pienso ensuciar el quirófano por un mendigo.
¡Pero puede morir! protestó una joven enfermera.
Eduardo esbozó una sonrisa fría.
Que muera. Es selección natural. Gente como él elige su destino. Llamen a la policía. Yo no gastaré recursos en basura.
Se dio la vuelta y se marchó. El personal quedó paralizado. El hombre en la camilla palidecía, perdiendo el conocimiento. El tiempo se agotaba.
Y entonces, algo en Lucía estalló. Era demasiado familiar. Su padre. La ambulancia que tardó. El médico indiferente. “Esperaremos a terminar el café”. El miedo se evaporó. Solo quedó rabia. Pura, ciega, justa.
Tenía en las manos una cuña limpia vacía, solo con olor a lejía. En ese momento, no era un recipiente, sino algo pesado, casi un arma. Marta intentó detenerla:
¡Lucía, para! ¡Piensa en tu madre!
Pero ella ya no escuchaba. Avanzó hacia el despacho del jefe y abrió la puerta sin llamar. Eduardo estaba sentado, hojeando una revista.
¡Usted no es un médico! gritó, con una voz tan cortante que él casi dejó caer la revista. ¡Usted hizo un juramento! ¡El de Hipócrates! ¡Ayudar a todos, ricos o pobres, limpios o sucios! ¡Usted es un asesino por omisión!
El jefe se levantó lentamente. Su rostro se contrajo de furia.
¿Quién te crees que eres para hablarme así? bufó. ¡Tu trabajo es limpiar y vaciar orinales! ¡No leer ni entrometerte! ¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo!
Fue la gota que colmó el vaso.
¿Vaciar orinales? repitió Lucía, con voz helada. De acuerdo. Permítame cumplir con mi deber.
Y antes de que nadie reaccionara, volcó el contenido de la cuña sobre la cabeza de Eduardo.
Un silencio mortal llenó la habitación. Gotas de agua resbalaban por su s