Aquel día no tuve tiempo para pensarlo demasiado. La decisión fue repentina, pero no surgió del enfado, sino del dolor acumulado durante años, de la decepción y el cansancio. Eché a mi suegra de nuestra casa, y hoy, al contarlo, no me arrepiento.
Me llamo Ana. Tengo treinta y seis años. Con mi marido David habíamos formado nuestra pequeña familia: tres hijos, Lucía, nuestra única hija, y los mellizos Javier y Pablo. Nuestra vida estaba llena de dificultades, pero también de amor y unión. Éramos felices, hasta que un día fatal todo cambió.
David tuvo un accidente de coche y murió al instante. Aún recuerdo aquella llamada: la voz fría de un empleado del hospital me dijo que acudiera de inmediato. Cuando llegué, ya era tarde. En ese momento, el mundo se vino abajo. Me quedé sola con tres niños, sin el apoyo firme que había sido mi marido.
En aquellos días, sentí lástima por mi suegra, Carmen. Era mayor, y quedarse sola la habría destrozado. Carmen tenía un carácter difícil: estricta, crítica y a veces insoportable. Pero me dije: *Es la madre de David. Por su memoria, debo cuidarla, por difícil que sea.* Así que le propuse que se quedara con nosotros. Aunque tenía otra hija casada, Marta, que vivía en una ciudad cercana, nadie le ofreció que se mudara con ellos.
La convivencia no fue fácil. Yo trabajaba, y todo el peso de la casa caía sobre mí: los niños, las tareas, las finanzas todo. El dinero que ganaba con esfuerzo lo guardaba en un cajón de la cómoda del salón. Soñaba con ahorrar poco a poco para el futuro de mis hijos.
Pero algo no cuadraba. Cada vez que iba a coger dinero, faltaba más de lo que recordaba. Al principio creí que me había equivocado al contar. Luego pensé que quizá lo había gastado sin darme cuenta. Pero mes tras mes, pasaba lo mismo. Cuanto más guardaba, más desaparecía. Estaba perdiendo la cabeza. Durante medio año, no entendí quién lo tomaba.
Hasta que llegó el día en que todo se descubrió. Iba a ir a trabajar, pero me sentí mal y decidí quedarme en casa. Quería descansar un poco y salir más tarde. De pronto, oí la voz de Carmen. Estaba hablando por teléfono. Al principio no quise escuchar, pero su tono alto me hizo quedarme quieta.
Hablaba con un hombre desconocido:
Sí, ya lo he enviado. El dinero debe llegar pronto. Dáselo a Marta. Dice que quiere comprar muebles nuevos
En ese momento, mi corazón pareció detenerse. Todo quedó claro de repente. El dinero que había ahorrado con sudor y lágrimas, ella lo enviaba a escondidas a su hija Marta. El dinero destinado al futuro de mis hijos desaparecía para mejorar la vida de otros.
Me senté y lloré. Pero aquellas lágrimas no eran de dolor, sino de fuerza. Comprendí que ya era suficiente. Durante años, había intentado ser paciente, comprensiva, diciéndome: *Ella también es madre, también sufre.* Pero ese día entendí que no podía permitir que robara el futuro de mis hijos.
Cuando salió de la habitación, me planté frente a ella.
Carmen, ya lo he oído todo. Sé dónde ha ido a parar mi dinero.
Me miró sorprendida e intentó justificarse:
Ana, no lo entiendes Marta lo necesita mucho. Solo quería ayudarla.
La miré firme.
¿Y mis hijos? ¿Has pensado en ellos? ¿Crees que David, desde el cielo, querría que el futuro de sus hijos se perdiera solo porque tu hija quiera muebles nuevos?
Carmen calló. En sus ojos vi una mezcla de rabia y vergüenza. Pero ya no me importaba. Pronuncié mis últimas palabras:
Esta casa ya no es tu sitio. Haz las maletas y vete.
Aquel día la eché de casa. Quizá algunos me entiendan, otros no. Pero estoy convencida de que hice lo correcto. No podía vivir más con esa injusticia. Tenía que proteger a mis hijos, su futuro, su paz.
Desde entonces, soy el único sostén de la familia. Sí, es duro. Pero sé que, si Carmen algún día echa de menos a sus nietos y quiere verlos, no se lo prohibiré. Al fin y al cabo, los niños no tienen la culpa de nuestros problemas. Quieren a su abuela, y no les quitaré ese cariño.
Pero mi decisión es firme. Nunca más permitiré que nadie tome lo que mis hijos y yo conseguimos con tanto esfuerzo.
Hoy, al contar esta historia, también me gustaría saber qué piensan los demás. ¿Hice bien al echar a mi suegra? ¿Debería haber tenido compasión otra vez, como años atrás? Pero en el fondo de mi corazón sé que, esta vez, elegí el camino correcto.