Hoy, al recordar lo que viví, no siento remordimiento alguno. Eché a mi suegra de nuestra casa, y aunque fue una decisión abrupta, no nació del rencor, sino de años de dolor acumulado, decepción y cansancio.
**La suegra expulsada**
Aquel día no tuve tiempo para reflexionar. Todo pasó rápido, pero era algo que llevaba gestándose desde hacía mucho. Mi nombre es Lucía. Tengo treinta y seis años. Con mi marido Javier habíamos construido una familia humilde pero llena de amor: tres hijos, nuestra única hija, Inés, y los gemelos Pablo y Diego. La vida no era fácil, pero éramos felices. Hasta que un día todo cambió.
Javier tuvo un accidente de coche y murió al instante. Aún recuerdo aquella llamada del hospital, la voz fría del médico diciéndome que acudiera de inmediato. Cuando llegué, ya era tarde. En ese momento, mi mundo se derrumbó. Me quedé sola con tres niños, sin el apoyo de mi marido, mi roca.
En aquellos días, sentí lástima por mi suegra, Carmen. Era mayor, y quedarse sola la habría destrozado. Carmen tenía un carácter difícil: rígida, crítica, a veces insoportable. Pero me repetía: “Es la madre de Javier. Por su memoria, debo cuidarla, por difícil que sea”. Así que le propuse que se quedara con nosotros. Aunque tenía otra hija casada, Marta, que vivía en una ciudad cercana, nadie le había ofrecido acogerla.
La convivencia fue dura. Yo trabajaba, y todo el peso de la casa recaía sobre mí: los niños, las tareas, las finanzas… El dinero que ganaba con esfuerzo lo guardaba en un cajón de la cómoda del salón. Soñaba con ahorrar poco a poco para el futuro de mis hijos.
Pero algo no cuadraba. Cada vez que revisaba el dinero, faltaba más de lo que recordaba. Al principio pensé que me había equivocado al contar. Luego, que quizá había gastado en algo sin darme cuenta. Pero mes tras mes, seguía pasando. Cuanto más guardaba, más desaparecía. Estaba perdiendo la cabeza. Durante medio año, no supe quién lo tomaba.
Hasta que todo se reveló. Un día, me sentí mal y decidí quedarme en casa en lugar de ir al trabajo. Mientras descansaba, escuché la voz de Carmen al teléfono. No quise escuchar, pero su tono alto me obligó a prestar atención.
Había llamado a un hombre desconocido.
Sí, ya lo he enviado. El dinero debe llegar pronto. Dáselo a Marta. Dice que quiere comprar muebles nuevos…
En ese instante, mi corazón pareció detenerse. Todo cobró sentido. El dinero que había ahorrado con tanto esfuerzo, ella lo enviaba a escondidas a su hija Marta. El dinero destinado a mis hijos se esfumaba para mejorar la vida de otra.
Me senté y lloré. Pero aquellas lágrimas no eran de dolor, sino de determinación. Comprendí que ya era suficiente. Durante años, había sido paciente, tratando de justificarla: “Ella también es madre, también sufre”. Pero ese día entendí: no podía permitir que robara el futuro de mis hijos.
Cuando salió de la habitación, me planté frente a ella.
Carmen, lo he escuchado todo. Sé a dónde ha ido mi dinero.
Me miró sorprendida, intentando justificarse.
Lucía, no lo enti