El chico fue expulsado de casa por sus padres en Nochevieja. Años después, les abrió la puerta… Lo que les esperaba era un giro que nadie había imaginado.
Tras las ventanas de las casas brillaban las cálidas luces de las guirnaldas, los árboles de Navidad se reflejaban en los cristales y se escuchaban villancicos. Pero más allá de esos muros, reinaba un silencio blanco. La nieve caía en copos densos, como si alguien invisible la esparciera desde el cielo sin cesar. El silencio era tan espeso que parecía sagrado, como en una iglesia. Ni pasos, ni voces. Solo el aullido del viento en las chimeneas y el suave crujido de la nieve al caer, como si cubriera la ciudad con un manto de destinos olvidados.
Javier Mendoza seguía en el escalón de la entrada. Aún no entendía que aquello era real. Parecía una pesadilla absurda y cruel. Pero el frío se colaba por su ropa, le había mojado los calcetines, y el viento helado le cortaba la cara. La mochila tirada en el montículo de nieve le recordaba la realidad.
¡Lárgate de aquí! ¡No quiero volver a verte! le arrancó del aturdimiento la voz ronca y llena de odio de su padre. Y acto seguido, el golpe de la puerta al cerrarse de golpe frente a él.
Su padre lo había echado. En Nochebuena. Sin pertenencias. Sin despedida. Sin posibilidad de volver.
¿Y su madre? Estaba junto a él, pegada a la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. No dijo nada. No intentó detener a su marido. No pronunció: “Es nuestro hijo”. Solo se encogió de hombros, impotente, y se mordió el labio para no llorar.
Se quedó callada.
Javier bajó lentamente del escalón, sintiendo cómo la nieve se filtraba en sus zapatillas y le pinchaba la piel como agujas de hielo. No sabía adónde ir. Dentro de él había un vacío, como si su corazón se hubiera hundido muy dentro de su pecho.
“Se acabó, Javier. No le importas a nadie. Ni siquiera a ellos. Sobre todo a ellos”.
No lloró. Sus ojos estaban secos, solo un dolor agudo en el pecho le recordaba que seguía vivo. Ya era tarde para llorar. Todo había ocurrido. No había vuelta atrás.
Y se fue. Sin rumbo. A través de la ventisca. Bajo la luz de las farolas que iluminaban calles vacías. Tras las ventanas, la gente reía, bebía chocolate caliente, abría regalos. Y él estaba solo. En medio de una celebración donde no había lugar para él.
No recordaba cuántas horas había vagado. Las calles se mezclaban en una. Un guardia lo echó de un portal, los transeúntes se apartaban al ver su mirada. Era un extraño. No deseado. Invisible.
Así comenzó su invierno. El primer invierno de soledad. El invierno de la supervivencia.
La primera semana, Javier durmió donde pudo: en bancos, en pasos subterráneos, en marquesinas de autobús. Todos lo rechazaban: tenderos, vigilantes, desconocidos. En sus ojos no veía lástima, sino irritación. Un chico con un abrigo raído, ojos rojos y aspecto desaliñado era un recordatorio vivo de lo que ellos mismos temían.
Comía lo que podía: restos de contenedores, una vez robó una barra de pan en una tienda mientras el dependiente estaba distraído. Por primera vez en su vida, se convirtió en un ladrón. No por maldad, sino por hambre. Por miedo a morir.
Al anochecer, encontró refugio: un sótano abandonado en un edificio viejo en las afueras. Olía a moho, a gatos y a algo rancio. Pero estaba templado, gracias a una tubería de calefacción cercana que desprendía un leve vapor. El sótano se convirtió en su hogar. Extendía periódicos, reunía cartones y se cubría con trapos encontrados en la basura.
A veces se sentaba y lloraba en silencio. No había lágrimas. Solo espasmos en el pecho, un dolor opresivo por dentro.
Un día, un anciano con bastón y larga barba lo encontró. Lo miró y dijo:
¿Estás vivo? Bueno, menos mal. Pensé que eran los gatos otra vez revolviendo las bolsas.
El anciano le dejó una lata de conservas y un trozo de pan. Así, sin más. Javier no le dio las gracias. Simplemente comió, con avidez, usando las manos.
Después de eso, el anciano aparecía de vez en cuando. Le traía comida. No hacía preguntas. Solo una vez murmuró:
Yo también tenía catorce años cuando mi madre murió y mi padre se ahorcó. Aguanta, chico. La gente es una mierda. Pero tú no eres como ellos.
Esas palabras se quedaron con Javier. Las repetía para sí mismo cuando ya no le quedaban fuerzas.
Una mañana, no pudo levantarse. Le dolía todo, tiritaba, tenía fiebre. La nieve lo había enterrado en el sótano, como si quisiera congelarlo. No recordaba cómo salió. Solo sabía que había gateado, aferrándose a los escalones, hasta que unas manos lo levantaron.
Dios mío, ¡está helado! una voz femenina, severa pero preocupada, atravesó su conciencia.
Así conoció a Isabel Martínez, trabajadora social del servicio de protección de menores. Alta, con un abrigo oscuro y ojos cansados pero atentos. Lo abrazó como si fuera suyo, lo apretó con fuerza, como si supiera que hacía mucho que no sentía ese calor.
Tranquilo, hijo. Estoy aquí. Todo va a mejorar. ¿Me oyes?
Él la oía. A través del delirio, del temblor helado. Esas palabras fueron el primer gesto humano en meses de soledad.
Lo llevaron a un centro de acogida en la calle del Sol, un edificio pequeño con paredes descascaradas pero con sábanas limpias y olor a comida casera: patatas, cocido, esperanza silenciosa. Tenía una cama. Una manta gruesa. Y, lo más inesperado: sueño sin miedo. Por primera vez en mucho tiempo.
Isabel Martínez iba todos los días. Le preguntaba cómo estaba. Le traía libros. No cuentos infantiles, sino libros de verdad: Cervantes, Lorca. Hasta un ejemplar de la Constitución.
Escucha, Javier le decía, entregándole el libro. Conocer tus derechos es estar protegido. Incluso si no tienes nada. Si los conoces, ya no estás indefenso.
Él asentía. Leía. Absorbía cada palabra como una esponja.
Con cada día que pasaba, se sentía más seguro. Dentro de él crecía algo vivo, ardiente. El deseo de ser alguien que supiera, que pudiera proteger. Alguien que no pasaría de largo ante un niño descalzo en la nieve.
Cuando Javier cumplió dieciocho, aprobó la selectividad y entró en la facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Parecía imposible, como un sueño. Temía no estar a la altura. Que todo se derrumbara. Pero Isabel solo sonrió:
Lo lograrás. Tienes algo que muchos no tienen: fortaleza dentro de ti.
Estudiaba de día y trabajaba de noche, fregando suelos en un bar cerca de la estación. A veces dormía en el almacén entre turnos. Bebía café solo de un termo, leía todo lo que caía en sus manos, ahorraba en comida para llegar a fin de mes. Dormía poco. Hacía trabajos. Pero nunca dijo: “No puedo”. Nunca se rindió.
En segundo año, lo contrataron como auxiliar en un bufete. Clasificaba papeles, barría, hacía recados. Pero estaba cerca. Observ