Ana permanecía inmóvil frente a las puertas descascaradas del hospital, tallada en piedra por el peso de su soledad. En sus brazos apretaba con fuerza a la recién nacida Lucía, envuelta en una manta azul que brillaba demasiado en aquella noche sombría. Azul, el color que todos esperaban. El color de las apuestas, del futuro. La ecografía había anunciado un niño, y Paco, su marido, llegó corriendo a la consulta como quien corre tras un sueño, con los ojos llenos de fuego y una voz que rasgaba el aire:
¡Un hijo, Anita! ¡Un heredero! ¡Vamos a conquistar el mundo!
Se golpeaba las rodillas, reía, pedía champán en el bar de enfrente como si ya viera a su niño convertido en campeón o, al menos, en director de un banco.
Pero la vida, como siempre, se burla de los planes.
Nació una niña.
No solo una niña, sino una criatura frágil, casi etérea, como la luz de la luna sobre el agua. Vino al mundo en silencio, sin llantos, solo con lágrimas que rodaban por sus mejillas como si ya supiera: no eras lo que esperaban.
Paco no apareció. Ni en el parto, ni al recogerlas. El teléfono permaneció mudo. Ana llamó a su suegra, quien contestó con frialdad, entre dientes:
Que se divierta. Un hombre necesita un heredero. ¿Una niña? Bah, podrías dejarla en algún sitio.
Las palabras se clavaron en el alma de Ana como una espina.
No lloró. Solo recogió sus cosas, tomó en brazos a su hija y se fue.
¿Adónde?
A ninguna parte.
O más bien, a una pensión en las afueras de Madrid, donde la vieja Carmen alquilaba un cuartucho por cien euros al mes. Carmen, una mujer con el rostro marcado por los años pero con manos bondadosas y un corazón que aún recordaba la compasión. Trajo té caliente, ayudó a lavar los pañales, preparó arroz con leche cuando Ana casi se desplomaba de agotamiento.
Fue entonces cuando Ana entendió: la familia no es sangre, sino los que se quedan cuando todo se desmorona.
Los años pasaron como hojas arrastradas por el vientorápidos, implacables.
Ana trabajaba en dos empleos: de día, cajera en una tienda; de noche, limpiadora en un edificio de oficinas. Sus manos se agrietaban por el frío y los químicos, su espalda ardía, pero los ojos de Lucía brillaban.
La niña creció inteligente, hermosa, con ojos que reflejaban el cielo entero. Nunca preguntó por su padre. No porque no quisiera, sino porque intuía que la respuesta lastimaría a su madre.
Y Ana aprendió a vivir sin dolor. Sin recuerdos. Sin el nombre de Paco.
Lo olvidó.
O más bien, se obligó a olvidar.
Pero una tarde, bajo un cielo gris, lo vio.
Estaba junto al capó de un Mercedes negro, reluciente como el aceite, reflejando las farolas. En su dedo, un anillo de oro con una piedra que parecía brillar incluso en la penumbra. A su lado, un niño de siete años, idéntico a él: la misma mirada, la misma postura. Solo que sus ojos eran fríos, arrogantes, como si ya supiera que merecía más.
Paco la vio y se quedó petrificado.
Como si el tiempo le hubiese abofeteado.
La reconoció al instante. Y algo dentro de él se quebró.
¿Anita? ¿Tú? ¿Cómo estás? Su voz temblaba, incrédula.
Ana guardó silencio. Apretó su bolso como un escudo.
Entonces fue Lucía quien dio un paso.
Pequeña, frágil, pero con una fuerza en la mirada que parecía capaz de proteger al universo entero.
Mamá, ¿quién es? preguntó, clavando sus ojos en los de Paco.
Su voz era suave, pero cortante, como el cristal al romperse.
Paco palideció.
Porque vio: era su hija.
No solo una niña.
Era la prueba viva de su error.
De lo que había rechazado.
El rostro de Lucía era una mezcla de Ana y de él: sus ojos, su ternura, pero sus pómulos, sus rasgos.
Era inconfundible.
Tartamudeó.
Es es
De