Medio hogar es tuyo, pero no podrás vivir ahí”: el exmarido le coló a ella y a su hijo un delincuente peligroso…

¡Media casa es tuya, pero vivir ahí no podrás! su exmarido le había colocado como vecino a un exconvicto
Lucía Mendoza salió del juzgado encorvada, como si su alma se hubiera quedado en aquellos bancos fríos, entre palabras secas y miradas indiferentes. Parecía una sombra de sí misma, como si la hubieran tachado de la vida, como una palabra inútil en un texto. El abrigo gris, arrugado y colgado sin cuidado sobre sus hombros, casi se deslizaba, como si también se negara a servirle. Su pelo, antes bien peinado, ahora era una maraña caída sobre su frente. Las manos le colgaban, pero una delgada y pálida apretaba con fuerza la manita de su hijo, como si ese contacto fuera su único ancla a la realidad.
Mamá susurró Pablo, escondiendo la cara, como si supiera que ella no podía protegerlos.
Lucía no podía levantar la mirada. Se acabó. Todo lo que había sido su vida se había esfumado, como si nunca hubiera existido. Alejandro lo había logrado. Destruyó su familia, se quedó con casi todo, la difamó, convenció hasta a su hijo de que ella era la culpable. La amargura le subió por la garganta, el dolor se hizo un nudo, la respiración se le cortó. Su memoria, traicionera, le devolvió aquella escena: tres meses atrás, en la cocina, una mujer desconocida, el olor de su perfume demasiado fuerte, demasiado caro y la risa de Alejandro, igual que antes, pero ya no para ella. Recordaba sus palabras, dichas como si hablara del tiempo:
No se te ocurra montar un escándalo. No te conviene.
Ahora, en el bullicio del pasillo del juzgado, la gente pasaba a su lado. Alguien masticaba chicle, otro buscaba una carpeta perdida. Nadie veía su dolor, nadie sabía que dentro de ella solo había vacío. Todos ocupados con sus asuntos, sus vidas. Y la suya se acababa de derrumbar como un castillo de naipes. Apretó la mano de su hijo, su único punto de apoyo. Solo tenía que sobrevivir. Lo demás vendría después.
Frente al portal de su antiguo edificio, Lucía dudó por primera vez en años. En el escalón de cemento estaban sus cosas, amontonadas: una maleta con una raya verde desgastada, una bolsa con juguetes, una caja marcada “Documentos”. Todo cubierto de polvo, la lluvia había dejado manchas oscuras en la maleta. Pablo se apretó contra su hombro:
Mamá, ¿vamos a casa?
Lucía le secó la nariz con la punta de su bufanda e intentó sonreír, aunque sus labios temblaban:
La casa está donde estamos juntos.
Levantó la caja, colocó la pesada maleta sobre sus ruedas. Detrás de la puerta del piso quedaba su vida pasada, cerrada para siempre, como el telón de un teatro después de la última función.
Llamó a su amiga Marta, quien abrió en bata, el aroma a café y vainilla llenaba el aire. Marta la abrazó fuerte, como antes, y cogió a Pablo con delicadeza:
Quédate aquí un tiempo. Descansa.
Sus hijos ya dormían. Durante la cena, Marta evitó su mirada varias veces. El silencio se hizo incómodo, pesado.
Perdóname murmuró al fin. Alejandro habló también conmigo. Insinuó que tenías problemas con la ley, con sustancias. Me pidió que tuviera cuidado.
Lucía sintió que el aire le faltaba. Incluso allí, en esa casa donde antes habían reído, donde las fotos en las paredes mostraban momentos felices, se sentía fuera de lugar. Pablo devoraba la comida como si temiera que lo echaran en cualquier momento.
Días después, Marta se acercó con preocupación:
Lo siento, pero tengo miedo por mis hijos. Alejandro ha hablado con todo el mundo. Hasta me dejaron unos “informes médicos” tuyos.
¿Qué informes?
Que tienes una enfermedad socialmente peligrosa y malos hábitos. Sé que es mentira, pero ¿cómo callo a la gente? Hasta la profesora de los niños me ha preguntado por ti.
La casa cálida se convirtió en una jaula. Lucía volvió a empaquetar sus cosas, con la mente en ruido y el corazón apretado. Pablo sollozaba confundido:
Quiero a mi osito. ¿Por qué papá no me deja llevármelo?
A papá no le importa ahora, cariño respondió, acariciándole el pelo.
Esa noche la pasaron en una parada de autobús, bajo la luz anaranjada de una farola. Pablo dormía con la cabeza en su regazo. Lucía miraba el cielo oscuro, sin estrellas.
Tomó una decisión:
Vámonos, Pablo, a la casa del pueblo. ¿Te acuerdas? Donde comimos frambuesas en invierno.
La noche parecía eterna, como el camino que tenían por delante. Solo una esperanza difusa y una casa vieja al final de un camino olvidado los esperaban.
El pueblo los recibió con polvo, lluvia y tiempo detenido. La valla, cubierta de ortigas, se inclinaba como si esperara con cansancio su regreso. El manzano del patio esparcía hojas amarillas y rojas, y el sendero parecía intocado.
Lucía levantó el cuello de su chaqueta, respiró profundo: olor a hierba mojada y humo de leña. Una extraña sensación de hogar.
Mamá, ¿nos quedamos mucho tiempo? preguntó Pablo, pisando el umbral húmedo.
Lo que haga falta, cielo. Hay que ponerlo todo en orden.
Primero limpiaron las ventanas: Pablo dibujaba caras con el jabón, y Lucía reía, sorprendida de no estar llorando por primera vez en meses.
¿Me ayudas con el camino? propuso. Pablo trajo una pala vieja, y juntos limpiaron el sendero de ramas y hojas secas.
Al caer la noche, Lucía lo acostó en la vieja cama. Bajo la luz tenue de la lámpara, la habitación casi parecía acogedora. Pablo se arrimó a ella:
Mamá, ¿ya no volveremos con papá?
Lucía lo abrazó fuerte, conteniendo el temblor:
Ahora somos nosotros solos, Pablo. Todo irá bien.
Esa noche, mientras Pablo dormía, Lucía abrió su portátil. Sus dedos flotaron sobre el teclado antes de escribir un mensaje breve:
“Don Antonio, buenas noches. Por circunstancias personales, debo ausentarme un tiempo. ¿Habría posibilidad de trabajar a distancia?”
La respuesta llegó por la mañana.
Lucía dijo su jefe con calma. Sé lo que pasa. Probemos el teletrabajo. Solo no te derrumbes ni empieces con ya sabes. Dos meses, y luego vemos. No te preocupes, cuenta con nosotros.
Lucía sintió un pequeño apoyo, pero real.
Día tras día, reunió documentos, revisó papeles, buscó en su memoria qué más podía necesitar para la siguiente vista judicial. Por las noches, cuando Pablo dormía, lloraba en silencio, preguntándose cómo no romperse. A veces, Pablo le llevaba una taza de té o una figura de plastilina:
No estés triste, mamá.
Una noche llegó la citación: el juicio sería en una semana. Lucía contuvo un grito.
La segunda vista fue aún más dura. Alejandro entró al juzgado agresivo, con carpetas bajo el brazo, levantando la voz desde el principio:
¡Señoría, ella me engañó sistemáticamente, ocultó ingresos! ¡Podría contar mucho más!
Lucía calló, mirando la pared. El juez, un hombre de cincuenta años con

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Medio hogar es tuyo, pero no podrás vivir ahí”: el exmarido le coló a ella y a su hijo un delincuente peligroso…