¡La mitad de la casa es tuya, pero no podrás vivir allí!” – El exmarido alojó a un delincuente peligroso con ella y su hijo…

¡Media casa es tuya, pero vivir allí no podrás! el exmarido había metido en su vida a un convicto sin remedio
Verónica Mendoza salió del juzgado encorvada, como si su alma se hubiera quedado entre aquellos bancos fríos, entre palabras secas y miradas indiferentes. Parecía una sombra de sí misma, como si la hubieran borrado de la vida, como una palabra innecesaria en un texto. Su abrigo gris, arrugado y colgado sin cuidado sobre los hombros, casi se deslizaba, como si también se negara a servirle. El pelo, antes peinado con esmero, ahora enmarañado, caía sobre su frente como una nube pesada. Las manos le colgaban inertes, pero unadelgada, pálidaapretaba con fuerza la manita de su hijo, como si en ese contacto estuviera su único ancla a la realidad.
Mamá susurró Leo, escondiendo el rostro de las miradas ajenas, como si supiera que su madre no podía protegerlos.
Verónica no alzaba la vista. Se había acabado. Todo lo que fue había desaparecido, como si nunca hubiera existido. Marcos lo había conseguido. Destrozó su familia, se quedó con casi todo, la difamó, la pintó como una traidora, incluso convenció a su hijo de que ella era la culpable. La amargura le subió por la garganta, el dolor se hizo un nudo, la respiración se le cortó. La memoria, traicionera, le devolvió aquella escena: tres meses atrás, la cocina, una mujer desconocida, el olor de su perfumedemasiado fuerte, demasiado caroy la risa de Marcos, la misma de siempre, pero ya no para ella. Recordó sus palabras, dichas como si hablara del tiempo:
No se te ocurra montar un escándalo. No te conviene.
Ahora, en el bullicio del pasillo del juzgado, la gente pasaba a su lado. Alguien masticaba chicle, otro buscaba una carpeta perdida en su maletín. Nadie veía su dolor, nadie sabía que dentro de ella solo había vacío. Todos estaban ocupados en sus asuntos, en sus vidas. Y su vida acababa de derrumbarse como un castillo de naipes. Apretó la mano de Leosu único punto de apoyo en el mundo. Solo tenía que sobrevivir. Lo demás llegaría después.
Ante la puerta del edificio donde alguna vez vivieron, Verónica se detuvo, indecisa por primera vez en años. En el escalón de cemento había un montón de sus cosas: una maleta con una franja verde desgastada, una bolsa con juguetes, una caja marcada como «Documentos». Todo cubierto de polvo, la lluvia fina había dejado manchas oscuras en la bolsa. Leo se refugió en su hombro:
Mamá, ¿vamos a casa?
Verónica le secó la nariz con la punta de su bufanda, intentó sonreír aunque los labios le temblaban:
La casa está donde nosotros estemos.
Levantó la caja, colocó la pesada maleta sobre sus ruedas. Tras la puerta del piso quedaba su vida pasadacerrada para siempre, como el telón de un teatro tras el último acto.
Llamó a su amiga Paula. Esta abrió en bata, el aroma a café y vainilla llenaba el ambiente. Paula la abrazó fuerte, como antes, y a Leo con delicadeza:
Quédate aquí un tiempo. Descansa un poco.
Los hijos de Paula ya dormían. Durante la cena, su amiga evitó varias veces su mirada. El silencio entre ellas era denso, incómodo. Sobre la olla de pasta, las palabras se atascaban.
Perdóname murmuró Paula al fin. Marcos habló conmigo. Insinuó que tenías problemas con la ley, con sustancias. Me pidió que tuviera cuidado.
Verónica sintió que el aire le faltaba. Incluso aquí, en esta casa donde antes reían, donde había fotos de ellas juntas, se sentía ajena. Leo devoraba la comida, como si temiera que lo echaran en cualquier momento.
Días después, Paula se acercó con preocupación:
Lo siento Tengo miedo por mis hijos. Marcos ya ha hablado con todos. Incluso me dejaron unos «informes médicos» tuyos.
¿Qué informes?
Que tienes una enfermedad socialmente peligrosa y malos hábitos. Sé que es mentira, pero ¿cómo callo a la gente? Hasta la profesora de mis hijos me ha preguntado por ti.
La casa cálida se convirtió en una jaula. Verónica volvió a empacar a toda prisa, el corazón en un puño. Leo sollozaba confundido:
Quiero a mi osito. ¿Por qué papá no me dejó llevármelo?
Papá ahora no está para eso, cariño respondió Verónica, acariciándole el pelo.
Esa noche la pasaron en una parada, bajo la luz anaranjada de una farola. Polvo de carretera, hierba pisoteada bajo sus pies. Leo dormía con la cabeza en el regazo de su madre. Verónica miraba el cielo oscuro, sin estrellas.
Tomó una decisión:
Vamos, Leo, a la casa del pueblo. ¿Te acuerdas? Donde comíamos frambuesas en invierno.
La noche parecía interminable, como el caminosolo una esperanza difusa y una vieja casa al final de senderos olvidados.
El pueblo los recibió con polvo, lluvia y tiempo detenido. La valla, cubierta de ortigas, se inclinaba como si esperara su regreso con cansancio. El manzano tras la casa alfombraba el suelo de hojas rojizas, y el sendero parecía no haber sido pisado en años.
Verónica subió el cuello del abrigo, respiró hondo: olor a hierba mojada, a humo de leñauna extraña sensación de hogar.
Mamá, ¿nos quedamos mucho tiempo? preguntó Leo, pisando el umbral húmedo.
Lo que haga falta, cielo. Hay que ponerlo en orden.
Primero limpiaron las ventanas: Leo dibujó caritas en el cristal con el jabón, y Verónica rio, sorprendida de no llorar por primera vez en meses.
¿Me ayudas con el camino? propuso. Leo trajo feliz una pala vieja, y juntos despejaron el sendero de ramas y hojas secas.
Al caer la noche, Verónica acostó a Leo en la cama antigua. La luz tenue de la lámpara hacía la habitación casi acogedora. Él se arrimó a ella:
Mamá, ¿ya no volveremos con papá?
Ella lo abrazó fuerte, conteniendo el temblor:
Ahora estamos solos, Leo. Todo irá bien.
Más tarde, cuando el niño dormía, Verónica abrió el portátil. Sus dedos flotaron sobre el tecladoquería desaparecer, dejar de ser Verónica Mendoza.
Al final escribió un mensaje breve:
«Don Antonio, buenas noches. Por circunstancias personales, debo ausentarme de la ciudad. ¿Sería posible trabajar a distancia?»
La respuesta llegó por la mañana.
Verónica dijo su jefe con calma. Sé lo que pasa. Probemos el teletrabajo. Pero no flaquee, no empiece con ya sabe. Aguante dos meses, luego veremos. No se preocupe, estamos con usted.
Sintió un pequeño apoyo. Algo real.
Día tras día, Verónica reunía documentos, repasaba cartas, buscaba en su memoria qué más necesitaría para la segunda vista. Por las noches, cuando Leo dormía, lloraba en silencio, preguntándose cómo no romperse. A veces, Leo le llevaba una taza de té o una figura de plastilina:
No estés triste, mamá.
Una noche llegó la citación: juicio en una semana. Verónica contuvo un grito.
La segunda vista fue aún peor. Marcos

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MagistrUm
¡La mitad de la casa es tuya, pero no podrás vivir allí!” – El exmarido alojó a un delincuente peligroso con ella y su hijo…