Los marineros avistaron un perro flotando en medio del mar. Al acercarse, su mundo se *volvió del revés* ante lo que vieron
Sus dedos temblaban, pero no por el frío. Apretó la manta contra el lomo del animal, como si arropase a un niño. El olor del pelo mojado se mezclaba con el metal, el yodo y el diésel viejo, el auténtico aroma de la cubierta y de la vida que intentaban salvar.
Antonio se levantó, clavando la mirada en el horizonte. El viento le azotaba la cara, pegándole el pelo a la frente. Sentía la vibración del barco bajo sus pies, el rugir del viejo motor en las profundidades, el frío del pasamanos de hierro bajo sus dedos.
Todo en su interior gritaba: *«No te metas, no arriesgues»*. Pero aquel perro miraba de tal manera que hasta los temporales del mar parecían silenciosos frente a su mirada. Miguel se secó el rostro y asintió hacia el collar.
En él, con letras descoloridas, había un solo nombre: *«Trueno»*. No estaba allí por casualidad, murmuró él, tragando con dificultad. No eran solo las olas las que lo habían traído. Nicolás asintió mientras acariciaba el hocico húmedo.
No iba a la deriva. Alguien lo esperaba. Iba hacia algún lugar, lo entendían. Diego suspiró, agachándose para mirar al perro a los ojos.
*«¿Qué nos quieres decir, chica? ¿Qué hay ahí delante?»* preguntó, pero el animal solo alzó la cabeza y volvió a mirar al horizonte. El viento helado levantaba espuma, cortando el aliento. Las olas golpeaban el casco con un retumbo sordo.
El repiqueteo de las gotas sobre el hierro sonaba como campanillas. Todo se fundía en una melodía hueca que planteaba una pregunta sin respuesta. Antonio dio un paso atrás, mirando a la tripulación.
*«La salvamos»* dijo con esfuerzo. *«Es suficiente. Hay que mantener el rumbo»*.
Pero Diego negó con la cabeza; Miguel apartó la mirada. Y Nicolás, abrazando al perro, susurró: *«Pero aún no sabemos a quién nos guía»*.
Esas palabras quedaron suspendidas en el aire, como un presagio de algo mucho mayor. Ninguno de ellos imaginaba entonces que aquel perro los llevaría al límite entre la vida y la muerte.
El animal despertó de golpe, como si alguien accionase un interruptor. Se incorporó antes de que Nicolás lograse agarrarlo por el collar. El pelo mojado se pegaba a sus costillas, su respiración era agitada y sus ojos brillaban con una luz extraña. Se estiró hacia la borda, tirando con tal fuerza que Nicolás casi cayó sobre la cubierta metálica.
*«Tranquila, tranquila»* Nicolás la sujetó, sintiendo cómo se debatía entre sus brazos, cómo su corazón latía bajo el pelaje mojado como si quisiera escapar. Diego se acercó con una taza de caldo humeante.
El vapor se mezclaba con el aire frío y el olor salobre. *«Toma, come algo»* ofreció, acercando la taza al hocico, pero el perro ni siquiera la olió. Volvió a tirar hacia la borda, arañando el metal con sus garras.
El chirrido cortaba los oídos como un cuchillo en tela. Antonio se acercó, entrecerrando los ojos. El viento le azotaba la cara, como invitándolo a volver al puente y olvidar todo aquello.
*«¿Por qué quiere ir allá?»* preguntó, con la voz quebrada pero firme. *«¿Se ha vuelto loca?»*
Miguel permanecía apartado, las manos en los bolsillos, los labios apretados y la mirada clavada en el horizonte. Callaba, pero dentro de él hervía una tormenta que no se atrevía a reconocer. Nicolás acarició la cabeza del perro, notando el frío y la aspereza de su pelaje salado.
*«No tira por capricho. Mirad, no deja de mirar hacia allá»* señaló hacia la bruma del horizonte. *«Sabe algo. Quizá alguien la espera»*
Diego se sentó a su lado, dejando la taza en la cubierta. El vapor del caldo se perdía en el aire húmedo. Tocó el costado mojado del perro y susurró: *«Chica, ¿quién te quedó atrás? ¿Tu dueño? ¿O alguien más? No viniste a la deriva, ¿verdad?»*
El perro aulló, bajo y prolongado, como contando algo que no podía decir con palabras. El sonido recorrió la cubierta antes de perderse en la niebla, entre el gemir de las olas.
Miguel habló por fin, apretando los dientes: *«No podemos ignorarlo. Si está dispuesta a volver al temporal, es porque allá hay alguien más importante que su vida»*
Antonio se apartó, observando las olas crecientes. La sal le quemaba la piel, dejando un regusto amargo en los labios. Se pasó una mano por el rostro, como queriendo borrar la escena.
*«Hay que mantener el rumbo»* murmuró, pero su voz ya no sonaba tan firme.
Diego bebió un sorbo del caldo. El líquido hirviendo le abrasó la garganta, pero no hizo un gesto. *«Recuerdo una historia»* dijo, mirando al perro. *«Cuando era niño, en mi pueblo, un pastor saltó al río tras su amo. El hombre se ahogó, pero el perro siguió nadando tres días, hasta quedar sin fuerzas. Nadie pudo detenerlo. Simplemente creía»* Miró a Antonio. *«Esta también cree. Tanto que saltaría de nuevo hacia la muerte»*
El perro aulló otra vez, ahora más fuerte, como un grito del alma. Nicolás lo abrazó, sintiendo el temblor de sus patas, el aliento cálido en su cuello.
Miguel se acercó y apoyó una mano en el hombro de Antonio. *«Siempre dijiste que el mar no perdona a los débiles. Quizá ella sea esa fuerza de la que hablabas»*
Antonio se volvió bruscamente, encontrándose con los ojos del perro. Esa mirada lo traspasó. No había miedo, solo una petición muda y una determinación de hierro. Respiró hondo, sintiendo el aire helado en los pulmones, el olor del pelo mojado mezclado con el del petróleo.
*«¿Qué propones?»* preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
Nicolás señaló el horizonte. *«Comprobarlo»*.