Todo el mundo repite que los jóvenes de hoy son maleducados, que somos vagos, no respetamos a los mayores y solo pensamos en nosotros. Pero hace poco me di cuenta: a veces hay que respetarse a uno mismo, y no las quejas ajenas, especialmente cuando la gente empieza a aprovecharse de tu bondad.
Cedí mi litera baja en el tren a una mujer con un niño, y pronto me arrepentí de mi buena acción.
Volvía a casa después de una dura sesión de exámenes. Había aprobado todo, casi sin dormir, y solo soñaba con una cosa: descansar durante el viaje. Había comprado expresamente un billete para la litera baja, para poder tumbarme sin sufrir como en la de arriba. Entré en el vagón, me instalé, y ya empezaba a caer en un sueño ligero cuando apareció una mujer de unos cuarenta años con un niño que no tendría más de siete.
La mujer parecía cansada, pero con determinación. Al deshacer su equipaje, resultó que sus billetes eran solo para la litera superior. Se sentó frente a mí y empezó a contarme lo desgraciada que era: que le dolía la espalda, que su hijo era inquieto, que con un niño arriba sería imposible. Me pidió que le cediera mi sitio.
Me dio pena. Al fin y al cabo, una madre con un niño, y además con problemas de espalda. Decidí ayudar: me subí a la litera de arriba e intenté dormir. Pero no fue tan fácil.
El niño, estirado en la litera baja, no paraba de moverse, pateando el colchón y las fijaciones metálicas, haciendo temblar toda la estructura. Para colmo, tarareaba una tonadilla tonta de algún videojuego y no dejaba de hablar. Al principio lo aguanté. Luego, reuniendo fuerzas, le pedí a la mujer que calmara a su hijo.
¿No exagera? respondió ella con fastidio. ¡Si solo es un niño!
Pero el niño, como si lo hiciera a propósito, se puso peor: corrió de un lado a otro del vagón, puso dibujos en el móvil a todo volumen, rió, saltó. El sueño se volvió imposible.
En ese momento, decidí que no iba a aguantar más e hice algo de lo que no me arrepiento. Que nadie vuelva a decir que los jóvenes no respetan a los mayores.
Bajé de mi litera y fui a hablar con el revisor. Le expliqué con calma, sin gritar, que mi billete era para la litera baja, que la había cedido voluntariamente, pero que ahora el descanso era imposible porque la mujer no controlaba a su hijo.
El revisor entró en el compartimento, revisó los billetes, miró a la mujer y dijo con firmeza:
Señora, su billete es para la litera superior. Por favor, ocupen sus plazas correspondientes.
La mujer intentó protestar, pero el revisor no cedió. Al final, con un suspiro, subió arriba llevándose al niño, y yo por fin pude volver a mi litera baja.
Por primera vez en días, dormí tranquilo, sin culpa ni pena.
Desde entonces, tengo claro una cosa: nunca más sacrificaré mi comodidad por quienes no saben respetar el esfuerzo y la paz de los demás.