“SE PARECE A TU MADRE DESAPARECIDA” DIJO LA NOVIA DEL EMPRESARIO: Y ÉL SE QUEDÓ PARALIZADO
“Alberto, esa mujer se parece exactamente a tu madre desaparecida”, exclamó Lucía señalando a la mujer en la calle. El empresario se quedó petrificado. Lo que descubrieron después cambió sus vidas para siempre.
El tiempo pareció detenerse cuando Alberto Villalobos escuchó esas palabras salir de los labios de Lucía. Treinta y cinco años llevaba arrastrando el vacío más profundo que un hombre puede sentir: la ausencia inexplicable de su madre. Carmen Villalobos había desaparecido una mañana de abril cuando él apenas tenía ocho años, dejando atrás solo preguntas sin respuesta y un corazón de niño roto que nunca terminó de sanar.
“¿Qué has dicho?”, murmuró Alberto, su voz apenas un hilo, mientras sus ojos seguían la dirección del dedo de Lucía. Allí, sentada en el bordillo frente a la catedral de la Almudena, había una mujer de unos sesenta años. Su ropa estaba gastada pero limpia, su pelo gris recogido en una trenza sencilla que caía sobre su hombro derecho. Pero lo que hizo que el corazón de Alberto se detuviera no era su aspecto general, sino sus rasgos. Los mismos ojos verdes que él había heredado, la misma línea delicada de la mandíbula, incluso la manera en que sus manos reposaban sobre el regazo.
“Alberto”, susurró Lucía agarrándole el brazo con fuerza, “¿estás viendo lo mismo que yo?”. El empresario más exitoso de Madrid se había convertido en un niño perdido en cuestión de segundos. Sus piernas temblaban tanto que tuvo que apoyarse en la pared del edificio más cercano para no caer. Veintisiete años de búsquedas infructuosas, de contratar detectives privados, de seguir pistas falsas que solo le llevaban a callejones sin salida ¿y ahora la respuesta estaba ahí, a solo unos pasos de distancia?
“No puede ser”, musitó negando con la cabeza. “Es imposible. Mi madre nunca ella jamás habría”. Pero incluso mientras lo decía, algo en lo más hondo de su ser le gritaba que sí era posible, que después de buscar en lugares equivocados durante tanto tiempo, la vida había decidido ponerla frente a él en el momento más inesperado.
La mujer levantó la vista en ese instante, como si hubiera sentido el peso de su mirada. Sus ojos verdes se encontraron directamente con los de Alberto y fue como si un rayo atravesara el espacio entre ellos.
En un instante que pareció eterno, madre e hijo se miraron sin reconocerse, pero con una conexión inexplicable que electrizó el aire. “Dios mío”, murmuró la mujer llevándose una mano temblorosa al pecho. “Esos ojos”.
Alberto dio un paso, luego otro, como un sonámbulo siguiendo un sueño. Lucía caminó a su lado, su propia respiración entrecortada por la tensión del momento. Cuando estuvieron lo bastante cerca, Alberto pudo ver cada detalle de aquel rostro, cada línea que el tiempo había grabado en su piel, cada marca que hablaba de años de experiencias que él desconocía por completo.
“Disculpe”, logró decir al fin, con la voz quebrada. “¿Cómo se llama?”.
La mujer lo estudió con intensidad, como si intentara resolver un rompecabezas imposible. Sus ojos recorrieron su rostro, luego sus manos, y finalmente volvieron a sus ojos. Alberto vio algo cambiar en su expresión, un destello de reconocimiento que parecía surgir desde lo más profundo de su alma.
“Esperanza”, respondió suavemente. “Me llamo Esperanza.”
El nombre golpeó a Alberto como una bofetada. Su madre se llamaba Carmen. No Esperanza. Pero el parecido físico era tan abrumador que no podía ser coincidencia. ¿Habría cambiado de nombre? ¿Por qué lo haría?
“Esperanza”, repitió, como si pronunciar el nombre le ayudara a entender. “¿Puedo preguntarle tiene familia?”.
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas al instante, y Alberto sintió como si alguien le hubiera clavado un puñal en el corazón. Era la misma expresión de dolor que había visto en las pocas fotos que conservaba de su madre. Una tristeza tan profunda que solo podía provenir de haber perdido algo irremplazable.
“Tuve un hijo”, murmuró Esperanza, su voz apenas audible. “Hace mucho tiempo. Era mi mundo entero.”
Alberto sintió que las piernas le flaqueaban y Lucía lo sostuvo del brazo. Sus propios ojos se llenaron de lágrimas al presenciar lo que bien podía ser el reencuentro más importante de la vida de su novio.
“¿Qué le pasó a su hijo?”, preguntó Lucía con suavidad, cuando Alberto no encontró las palabras.
Esperanza cerró los ojos como si la pregunta le causara dolor físico. “Lo perdí. Perdí todo. Mi familia, mi casa, mi identidad. Todo desapareció en una sola noche.”
“¿Cómo?”, logró susurrar Alberto, aunque no estaba seguro de querer escuchar la respuesta.
La mujer lo miró directamente a los ojos, y por un momento, Alberto vio más allá del tiempo y las circunstancias. Vio a la madre que había amado con toda su alma de niño, la mujer que le cantaba nanas y le contaba cuentos antes de dormir.
“Mi marido empezó”, dijo Esperanza, con la voz quebrada. “Me dijo que si alguna vez intentaba contactar con mi hijo de nuevo, haría que ambos sufriéramos consecuencias terribles. Dijo que era mejor que mi niño creciera pensando que había muerto, antes que saber que tenía una madre que no podía protegerlo.”
El mundo de Alberto se derrumbó por completo en ese instante. Su padre, su propio padre, había sido el responsable de la desaparición de su madre. El hombre que lo había criado como un viudo abnegado, que había llorado la muerte de su esposa durante años, había sido el arquitecto de la separación más dolorosa de su vida.
“¿Cómo se llamaba su hijo?”, preguntó Lucía, aunque por la expresión en el rostro de Alberto, ambas mujeres ya sabían la respuesta.
“Alberto”, murmuró Esperanza, y al pronunciar ese nombre, algo se rompió en su interior. “Se llamaba Alberto, y tenía los ojos más hermosos del mundo. Ojos exactamente iguales a los tuyos, joven.”
El silencio que siguió fue absoluto. Los ruidos de la ciudad parecieron desvanecerse, dejando solo el sonido de tres corazones latiendo al unísono. Alberto extendió una mano temblorosa hacia Esperanza, quien la tomó instintivamente, y en el momento en que sus pieles se tocaron, ambos supieron con certeza absoluta lo que había ocurrido.
“Mamá”, susurró Alberto, la palabra saliendo de su boca como una plegaria guardada durante veintisiete años.
Esperanza se llevó ambas manos al rostro, las lágrimas corriendo libremente por sus mejillas. “Mi niño mi pequeño Alberto.”
Lucía observaba la escena con el corazón en un puño, siendo testigo del momento más emotivo que jamás había presenciado. Pero también sabía que esto era solo el principio. Había tantas preguntas por responder, tanto dolor que sanar, tantos años perdidos que de algún modo debían recuperarse.
“¿Qué hacemos ahora?”, murmuró, más para sí misma que para los otros dos.
Alberto no apartaba los ojos de su madre, como si temiera que al pestañear, ella volvería a desaparecer. “Vamos a casa”, dijo finalmente, con voz firme a pesar de las lágrimas que le rodaban por la cara. “Vamos a casa y me lo cuentas todo. Cada día de estos veintisiete años, cada momento que perdimos.”
Esperanza asintió, incapaz de hablar, mientras Alberto la ayudaba a levantarse. Era más frágil de lo que había imaginado, y se dio cuenta de lo duros que habían sido esos años para ella. Pero estaba viva, estaba allí, y eso era lo único que importaba en ese momento.
Mientras caminaban lentamente hacia el coche de Alberto, Lucía no pudo evitar preguntarse qué otras verdades saldrían a la luz. Si el padre de Alberto