Lo que sintió al acercarse a esa incubadora quedó grabado en su memoria para siempre.
El médico de guardia, un experto acostumbrado a las unidades neonatales, comenzó su ronda diaria. Un día como cualquier otro, hasta que un detalle llamó su atención.
Un recién nacido lloraba suavemente en su cuna bajo la fría luz de la sala. Nada fuera de lo común, hasta que el doctor extendió la mano para revisar la pulsera de identificación del bebé. Entonces, un escalofrío extraño lo recorrió.
El neonato, con apenas unas horas de vida, agarró su dedo con una fuerza sorprendente. De repente, todos los aparatos alrededor comenzaron a parpadear de forma caótica. Las alarmas sonaron brevemente y luego silencio.
Una enfermera susurró: “Esta es la segunda vez esta semana”.
La situación dio un giro inesperado. En los registros del hospital no había ningún dato sobre aquel bebé. Ni nombre, ni madre registrada, ni rastro digital. Un recién nacido sin pasado, sin origen conocido.
Los datos médicos también eran peculiares. Los sensores mostraban fluctuaciones extrañas en su frecuencia cardíaca, como si reaccionaran a las emociones del personal sanitario. Si se le hablaba con dulzura, todo se calmaba. Pero ante la menor tensión, los monitores respondían al instante.
¿Un simple fallo técnico? ¿Una coincidencia? ¿O un enigma médico que nadie podía explicar?
En esta historia ficticia, circulaban diversas teorías: algunos hablaban de un error administrativo, otros, más supersticiosos, lo llamaban “el niño de lo desconocido”.
El médico, sin embargo, quedó profundamente impresionado. Volvía cada día para observar al tranquilo bebé, atraído por un misterio silencioso que la ciencia aún no lograba descifrar.
Al final, comprendió que hay realidades que trascienden la lógica, recordándonos que, a veces, lo inexplicable es lo que más nos acerca a la verdadera esencia de la vida.