Una tarde cualquiera en una pequeña tienda de comestibles en la esquina de una calle bulliciosa. A la entrada, un gato flaco, con el pelaje apagado, pero con ojos bondadosos llenos de preocupación, se acomodaba.
Juntaba sus patitas, levantándose de vez en cuando para frotarse contra las piernas de los transeúntes. La gente ya lo conocía: muchos solían darle algo de comer habitualmente. Alguien le dejaba un trozo de chorizo, otro una rebanada de pan.
El gato aceptaba la comida con cuidado, pero no para él: en un cobertizo abandonado cerca de allí, tres gatitos hambrientos lo esperaban. Llevaba cada pedacito a ellos, porque sus vidas eran más importantes que la suya.
Ese día, llegó un poco antes de lo habitual y comenzó a maullar con insistencia para captar la atención de los clientes. Algunos habituales le lanzaron un trozo de chorizo, que atrapó con habilidad. La gente miraba conmovida cómo, sin probar bocado, corría directamente hacia sus crías. Todos sentían lástima por la pobre madre excepto una.
Una cajera mayor, recién llegada a la tienda, siempre estaba irritada y de mal humor. Le molestaban los animales sin dueño, creía que afeaban el local y ahuyentaban a los clientes. Cuando vio al gato volver por más comida, resopló con desprecio:
¿Otra vez tú? bufó.
Y cuando el gato se acercó, la mujer no dudó en darle una patada. El animal lanzó un maullido lastimero y huyó. Pero, al poco tiempo, la cajera se arrepintió profundamente de lo que había hecho.
Una joven que estaba cerca lo vio todo. Ella solía alimentar al gato e incluso había pensado en adoptar a uno de los gatitos. Horrorizada, sacó rápidamente su móvil y grabó la escena.
¿No te da vergüenza? le gritó a la cajera, que solo la ignoró con fastidio.
La chica no discutió mássabía que el video hablaría por sí solo. Subió el clip a las redes sociales con un breve mensaje:
*”Este gato no pide comida para él, sino para sus pequeños. Hoy, en vez de ayuda, recibió una patada. Que todos conozcan la verdad.”*
La publicación se difundió rápidamente en los grupos de la ciudad. La gente escribió comentarios furiosos, exigiendo castigo para la cajera.
El dueño de la tienda, al enterarse del escándalo, no lo dudó: la despidió ese mismo día para proteger la reputación del negocio.
¿Y el gato? Su historia, por extraño que parezca, tuvo un final feliz. Muchos quisieron ayudar: unos llevaron comida, otros pagaron el veterinario, y una familia lo acogió a él y a sus gatitos.
Ahora tenía un hogar donde no necesitaba mendigar ni temer la crueldad humana. Y Tamara nunca olvidó esa lección: que la indiferencia y la maldad siempre tienen consecuencias.