Señor, hoy es el cumpleaños de mi madre Quiero comprarle flores, pero no tengo suficiente dinero Le compré al niño un ramo. Y tiempo después, cuando fui a la tumba, vi ese mismo ramo allí.
Cuando Pablo no tenía ni cinco años, su mundo se derrumbó. Su madre se había ido. Se quedó en un rincón de la habitación, paralizado por la confusión. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué la casa estaba llena de extraños? ¿Quiénes eran? ¿Por qué todos hablaban en susurros, evitando mirarle a los ojos?
El niño no entendía por qué nadie sonreía. Por qué le decían: «Sé fuerte, pequeño», mientras le abrazaban con ese aire de lástima, como si hubiera perdido algo importante. Pero él solo echaba de menos a su madre.
Su padre pasaba el día lejos, sin acercarse, sin abrazarle, sin decir palabra. Se quedaba aparte, vacío y distante. Pablo se acercó al ataúd y miró a su madre durante mucho tiempo. No se parecía en nada a la mujer que recordaba: sin calor, sin sonrisa, sin canciones para dormir. Pálida, fría, inmóvil. Le daba miedo. Y no se atrevió a acercarse más.
Sin su madre, todo era gris. Vacío. Dos años después, su padre se volvió a casar. La nueva mujer, Amparo, no entró en su mundo. Más bien, le irritaba. Se quejaba de todo, buscaba defectos como excusa para enfadarse. Y su padre callaba. No le defendía. No intervenía.
Cada día, Pablo guardaba dentro un dolor que crecía: el dolor de la pérdida, la añoranza. Y con cada día que pasaba, deseaba más volver a la vida en la que su madre estaba viva.
Hoy era un día especial: el cumpleaños de su madre. Por la mañana, Pablo se despertó con una idea clara: debía ir a verla. A la tumba. Llevarle flores. Claveles blancos, sus favoritos. Recordaba cómo brillaban en sus manos en las fotos antiguas, junto a su sonrisa.
Pero ¿dónde conseguir dinero? Decidió pedírselo a su padre.
«Papá, ¿me das algo de dinero? Lo necesito mucho».
Antes de que pudiera explicar, Amparo salió de la cocina:
«¡Otra vez pidiendo dinero! ¿Es que no sabes lo difícil que es ganarse el sueldo?».
Su padre levantó la vista e intentó calmarla:
«Amparo, espera. Ni siquiera ha dicho para qué lo quiere. Hijo, ¿qué necesitas?».
«Quiero comprar flores para mamá. Claveles blancos. Hoy es su cumpleaños».
Amparo resopló, cruzando los brazos:
«¡Vaya tontería! ¡Flores! ¿Para qué gastar dinero en eso? Coge algo del jardín y ya tienes tu ramo».
«No hay claveles allí», respondió Pablo con firmeza. «Solo los venden en la floristería».
Su padre le miró pensativo, luego a su esposa:
«Amparo, ve a preparar la comida. Tengo hambre».
La mujer refunfuñó y desapareció en la cocina. Su padre volvió a su periódico. Y Pablo entendió: no conseguiría ni un céntimo.
Fue en silencio a su habitación, sacó una hucha vieja y contó las monedas. No eran muchas, pero quizás suficientes.
Sin perder tiempo, salió corriendo hacia la floristería. Desde lejos, vio los claveles blancos en el escaparate. Brillantes, casi mágicos. Se detuvo, conteniendo la respiración.
Entró decidido.
«¿Qué quieres?», preguntó la vendedora con desdén, observándole con desconfianza. «Te has equivocado de sitio. Aquí no vendemos juguetes ni chuches. Solo flores».
«No es por jugar Quiero comprar claveles. ¿Cuánto cuesta un ramo?».
La vendedora dijo el precio. Pablo sacó todas sus monedas. Ni siquiera llegaba a la mitad.
«Por favor», suplicó. «¡Puedo trabajar! Vendré todos los días, barreré, limpiaré Solo déjeme llevarme este ramo».
«¿Estás bien de la cabeza?», se burló la mujer. «¿Crees que regalo flores? ¡Lárgate antes de que llame a la policía!».
Pero Pablo no se rendía. Necesitaba esas flores. Volvió a suplicar:
«¡Se lo devolveré todo! ¡Lo juro! Solo hoy».
«¡Menudo actor!», gritó la vendedora, atrayendo miradas. «¿Dónde están tus padres? ¿Quieres que llame a servicios sociales? ¡Último aviso: lárgate!».
En ese momento, un hombre entró en la tienda. Había presenciado la escena.
No soportaba la injusticia, menos contra un niño.
«¿Por qué le grita así?», preguntó con firmeza. «Le trata como si hubiera robado, y solo es un crío».
«¿Y usted quién es?», espetó la vendedora. «Si no sabe de qué va, no se meta. ¡Casi se lleva un ramo sin pagar!».
El hombre se dirigió a Pablo, que estaba acurrucado en un rincón, limpiándose las lágrimas.
«Hola, pequeño. Me llamo Jorge. ¿Qué te pasa? ¿Querías flores y no tenías suficiente dinero?».
Pablo tragó saliva y, con voz temblorosa, contestó:
«Quería claveles Para mi madre A ella le encantaban Pero se fue hace tres años Hoy es su cumpleaños Quería llevarle flores al cementerio».
A Jorge se le encogió el corazón. Se agachó a su altura.
«Tu madre estaría orgullosa. No todos los adultos recuerdan estas fechas, y tú, con solo ocho años, lo haces. Serás un gran hombre».
Luego, se volvió a la vendedora:
«Enséñeme los claveles que quería. Voy a comprar dos ramos: uno para él y otro para mí».
Pablo señaló los claveles del escaparate. Jorge contuvo un gesto: eran los mismos que él quería comprar. ¿Casualidad o destino?
Pronto, Pablo salió de la tienda con su ramo, abrazándolo como un tesoro. Miró a Jorge con timidez:
«Señor Jorge ¿Le doy mi número? Se lo devolveré todo. Lo prometo».
El hombre sonrió:
«No hace falta. Hoy es un día especial para alguien muy importante para mí. Estoy contento de poder ayudarte. Además, parece que tenemos el mismo gusto: a tu madre y a mi Isabel les encantaban estas flores».
Por un momento, se quedó callado, perdido en sus pensamientos.
Él e Isabel fueron vecinos, se conocieron cuando unos gamberros la acosaban y Jorge la defendió. Con el tiempo, la amistad se convirtió en amor. Pero cuando lo llamaron a filas, todo cambió. Una herida en la cabeza le hizo perder la memoria. Isabel intentó llamarle, pero sus padres le dijeron que la había dejado.
Al recuperarse, intentó encontrarla, pero ya era tarde: estaba casada y esperaba un hijo. Destrozado, se marchó a otra ciudad. Ocho años después, decidió volver. Y allí, en la floristería, conoció a Pablo.
«¡Pablo!», recordó de pronto. El niño seguía a su lado.
«¿Te llevo a algún sitio?», ofreció Jorge.
«No, gracias», respondió el niño. «Sé coger el autobús. Ya he ido antes a ver a mamá».
Con eso, abrazó su ramo y corrió hacia la parada. Jorge le siguió con la mirada. Algo en ese niño le recordaba a Isabel.
Más tarde, fue al portal donde ella vivía. Una vecina le dio la noticia:
«Isabel ya no está aquí Murió hace tres años».
Jorge se quedó petrificado.
«Se casó