La tarde serena, con el sol dorado deslizándose sobre la carretera comarcal que cruzaba los campos de Castilla. Apenas se veían coches, y el silencio solo lo quebraba el canto de los grillos. En un modesto utilitario gris, una familia regresaba a la ciudad tras un día de escapada rural.

La tarde era apacible, con el sol dorado derramándose sobre la carretera comarcal que serpenteaba entre los campos de Castilla. Pocos coches transitaban, y solo el murmullo de los grillos quebrantaba el silencio. Dentro de un modesto utilitario color ceniza, una familia regresaba a la ciudad tras un día en el campo.

En el asiento trasero, un perro mestizo de ojos color ámbar y hocico plateado observaba el paisaje por la ventana. Se llamaba Canelo, y durante ocho años había sido parte inseparable de aquella familia. Había crecido junto a los hijos, los acompañó al colegio, durmió a sus pies en noches de tormenta.

Pero ese día, algo era distinto. El coche se detuvo en un camino polvoriento, lejos de cualquier caserío. El padre, Javier, abrió la puerta trasera y le indicó que bajara.

Vamos, Canelo, sal un momento.

El perro obedeció, moviendo la cola, confiado en que sería un descanso o un juego. Olisqueó el aire, dio unos pasos y, de pronto, escuchó el rugido del motor al arrancar.

Se volvió justo a tiempo para ver cómo el coche se alejaba.

Al principio, corrió tras él, las orejas pegadas al cráneo, el corazón desbocado. No entendía por qué no se detenían. Pensó que era una broma. Pero los metros se convirtieron en kilómetros hasta que la nube de polvo le arrebató la vista. Se detuvo, jadeante, clavando la mirada en el horizonte donde el coche había desaparecido.

Permaneció allí horas, inmóvil al borde del camino. Cada vez que un vehículo pasaba, se erguía esperanzado, solo para decepcionarse. El cielo se tiñó de negro, y el frío comenzó a morderle el pelaje.

Al día siguiente, una mujer llamada Lucía transitaba por esa misma ruta cuando lo divisó. Frenó y descendió con cautela.

Hola, cariño ¿te has perdido? musitó.

Canelo dudó. No confiaba en extraños, pero el hambre y el agotamiento lo arrastraron hacia ella. Lucía le ofreció un trozo de pan que llevaba en el coche y un cuenco de agua. Él comió lentamente, sin apartar los ojos de ella, como si intentara descifrar sus intenciones.

Ven, sube dijo finalmente, abriendo la puerta del asiento delantero.

Para su sorpresa, Canelo saltó sin vacilar. Tal vez intuyó, en lo más profundo, que nadie regresaría por él.

En casa, Lucía lo secó con una toalla, le sirvió un plato de cocido caliente y colocó una manta junto al brasero. Esa noche, Canelo durmió profundamente, aunque a veces sus patas se agitaban y emitía pequeños gemidos, como si soñara con perseguir aquel coche que lo traicionó.

Durante semanas, Lucía buscó a sus antiguos dueños. Publicó fotos en las redes, llamó a clínicas veterinarias, colgó carteles. Nadie respondió. Poco a poco, dejó de ser un perro abandonado para convertirse en su compañero.

Un día, mientras paseaban por el parque, un niño se acercó y le acarició la cabeza. Canelo cerró los ojos, disfrutando del contacto, y Lucía comprendió que aquel animal, a pesar de la traición, aún era capaz de amar sin condiciones.

Con el tiempo, Canelo recuperó la alegría. Corría por el jardín, dormía junto a los pies de Lucía y la recibía con efusividad cada vez que oía su coche. Jamás volvió a mirar la carretera con angustia.

Lucía solía decir a sus amigas:

No sé quién perdió más aquel día si él, o quienes lo dejaron atrás.

Porque a veces, quienes abandonan no comprenden que no es solo un animal lo que pierden sino la parte más noble y fiel de sus propias vidas.

Y Canelo, sin saberlo, había encontrado lo que siempre mereció: un hogar que jamás lo abandonaría.

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MagistrUm
La tarde serena, con el sol dorado deslizándose sobre la carretera comarcal que cruzaba los campos de Castilla. Apenas se veían coches, y el silencio solo lo quebraba el canto de los grillos. En un modesto utilitario gris, una familia regresaba a la ciudad tras un día de escapada rural.