Hace muchos años, en un tranquilo barrio de Sevilla, sonó el teléfono en la comisaría. La llamada se cortó tan bruscamente como había comenzado.
Ayudadme, mis padres, ellos alcanzó a decir una voz infantil antes de que un hombre interrumpiera con un gruñido:
¿Con quién hablas? ¡Dame ese teléfono!
Y luego, silencio.
El agente de guardia intercambió una mirada con su compañera. Según el protocolo, debían investigar cualquier llamada, incluso las truncas. Pero algo en la voz del niño el temor contenido, el temblor los alertó más de lo habitual.
El coche patrulla se detuvo frente a una casa de dos plantas en el barrio de Triana. Por fuera, todo parecía en orden: césped cuidado, macetas florecidas, puerta cerrada. Pero dentro reinaba un silencio inquietante.
Llamaron a la puerta. Tras unos segundos, se abrió, y en el umbral apareció un niño de unos siete años. Cabello oscuro, ropa impecable, mirada seria, demasiado adulta para su edad.
¿Fuiste tú quien llamó? preguntó el agente con suavidad.
El pequeño, llamado Lucas Mendoza, asintió, hizo espacio para que entraran y señaló con un hilo de voz hacia el pasillo:
Mis padres están ahí.
La puerta de la habitación estaba entreabierta.
¿Qué ocurre? ¿Están bien? insistió el policía, pero el niño no respondió. Se quedó pegado a la pared, los ojos clavados en la habitación.
El agente avanzó, mientras su compañera, la agente García, se quedó junto al niño. Al empujar la puerta, el corazón le dio un vuelco.
Dentro, sentados en el suelo, estaban un hombre y una mujer los padres de Lucas, con las manos atadas con bridas y la boca sellada con cinta adhesiva. Sus ojos reflejaban un terror indescriptible. Sobre ellos, un hombre encapuchado sostenía un cuchillo que brillaba bajo la luz.
El intruso se quedó paralizado al ver al agente. Los dedos se cerraron con fuerza alrededor del arma, pero ya era tarde.
¡Policía! ¡Suelta el cuchillo! ordenó el agente, desenfundando su pistola. La agente García protegió a Lucas, preparada para sacarlo de allí.
El silencio se hizo espeso, hasta que, al fin, el hombre dejó caer el arma con un golpe sordo.
Cuando se lo llevaron esposado, la agente liberó a los padres. La madre, doña Carmen, abrazó a Lucas con tal fuerza que al niño casi le faltó el aire.
Eres muy valiente dijo el sargento, inclinándose hacia el niño. Sin tu llamada, esto habría terminado mal.
Solo después comprendieron: el ladrón había subestimado al niño, creyéndolo incapaz de actuar. Y esa fue su perdición.