Un grupo de turistas viajaba lentamente en un jeep abierto por la sabana, disfrutando del paisaje verde después de las recientes lluvias. El clima era cálido, y el aire se llenaba con el canto de los pájaros y el distante rugido de los animales.
Todo era tranquilo hasta que uno de los pasajeros vio algo agitándose desesperadamente en las turbias aguas del río.
Al principio, pensaron que era un tronco arrastrado por la corriente. Pero al instante, se dieron cuenta: era un cachorro de león, y no solo nadaba, se estaba ahogando. Sus patitas apenas arañaban la superficie del agua, y su cabeza desaparecía una y otra vez bajo la corriente.
Los turistas rápidamente sacaron sus móviles para capturar el momento. Sin embargo, el guía, un hombre de mirada seria y complexión fuerte, no dudó ni un segundo. Conocía bien a los animales de la zona, pero si no actuaba rápido, el pequeño moriría.
Dejando sus pesadas botas y mochilas en la orilla, se lanzó al río frío. Avanzó con determinación, levantó al cachorro y lo sostuvo contra su pecho, colocándolo luego sobre su hombro para que pudiera respirar.
Cuando el hombre se giró para regresar a la orilla, se quedó petrificado. Todo parecía detenerse. Entre los árboles, a ambos lados, los leones se acercaban. Seis, siete, quizás más. Un macho imponente, con una melena espesa, lideraba el grupo, seguido por leonas con miradas vigilantes.
El corazón del guía latía con fuerza. Sabía que huir era inútil. Los leones eran más rápidos, más fuertes, y ahora mismo debían pensar que él quería hacerle daño a su cría. Temblaba de miedo, pero intentó no moverse.
“Esto es el fin”, pensó.
Los felinos se acercaron casi al contacto. Un paso, otro paso Sus ojos brillaban, y sus colmillos relucían entre sus fauces entreabiertas. Parecía que el hombre no tendría escapatoria. Pero entonces, ocurrió algo que nadie esperaba.
Una de las leonas, probablemente la madre, se acercó con calma y acercó su hocico al hombre. Con cuidado, tomó al cachorro por la piel del cuello, como comprobando que estuviera bien. El pequeño emitió un gemido, pero enseguida se refugió contra el cuello de su madre.
En ese momento, el hombre sintió que la tensión se aliviaba un poco, aunque sus piernas seguían temblando.
Las otras leonas se acercaron entonces. Pero en lugar de atacar, comenzaron a rozar sus manos con sus narices húmedas, y una incluso lamió su muñeca.
Parecía que entendían: este extraño no era un enemigo. Había salvado a su cría.
Los turistas en la orilla permanecían en silencio, sin creer lo que veían. Era algo que ni en los mejores documentales de la naturaleza se podía presenciar.
El hombre, todavía en el río, estaba rodeado de leones.
Cuando finalmente los felinos se retiraron, pudo salir con cautela hacia la orilla.
Al final, solo sonrió y murmuró en voz baja:
“Por momentos como este, vale la pena arriesgarse.”