Nuestra hija siempre había sido reservada en cuanto a su vida amorosa. Nos contaba sobre sus estudios, sus planes, incluso los chismes de sus amigas, pero de chicos, ni una palabra. Mi marido y yo bromeábamos diciendo que quizá esperaba el momento perfecto para presentarnos a alguien especial.
Y ese día llegó. Nuestra hija anunció que quería presentarnos a su novio.
El domingo por la mañana, ya estaba en la cocina preparando la mesa para la comida. Mi marido, Javier, iba de un lado a otro con el ceño fruncido, pero supuse que era solo nervios, el típico temor de un padre.
Cuando sonó el timbre, sonreí y fui a abrir. En el umbral había un hombre alto, vestido con traje. A su lado, nuestra hija, Lucía, radiante de felicidad.
Mamá, papá, este es mi novio dijo con tanto orgullo que por un instante sentí un pellizco en el corazón.
Pero entonces vi cómo la cara de Javier cambiaba. Se volvió pétrea, luego palideció.
¿Tú? murmuró, casi sin aire. ¿Qué haces aquí?
El hombre se tensó, pero solo alzó los hombros.
Soy el novio de tu hija.
¿¡Qué!? La voz de Javier tembló. ¡Fuera de mi casa! ¡Ahora mismo!
¡Papá! gritó Lucía, incrédula. ¿Qué está pasando?
Entonces, con los puños apretados, Javier reveló la terrible verdad.
Este hombre por él estuve en prisión. Me traicionó cuando éramos jóvenes. Nos metimos en un lío juntos, pero él echó toda la culpa sobre mí. Perdí un año de mi vida por su culpa. Es mi excompañero del instituto.
Un silencio pesó en el aire. Lucía nos miraba entre la confusión y la rabia.
¿Y ahora qué? ¡No es la misma persona que hace veinte años! ¡Yo lo quiero!
El excompañero de Javier salió sin decir nada. Lucía lo siguió, cerrando la puerta de un portazo.
Nos quedamos solos. Javier respiraba con dificultad, las manos le temblaban. Lo entendía: una herida antigua se había abierto de golpe. Pero también entendía a Lucía, porque el corazón no elige.
Ahora enfrentábamos la decisión más difícil: aceptar a ese hombre por la felicidad de nuestra hija, o arriesgarnos a perder su confianza para siempre.