Me fui a la casa de campo sin avisar a mi marido para descubrir qué hacía a escondidas: el horror que encontré al abrir la puerta

Me fui a la casa de campo sin avisar a mi marido para descubrir qué hacía allí a escondidas: quedé horrorizada al abrir la puerta.
Mi marido y yo tenemos una casa en un pueblo cerca de Madrid. Solíamos ir los fines de semana a plantar flores, recoger hortalizas del huerto o simplemente descansar del ajetreo de la ciudad.
Pero últimamente él empezó a inventar excusas para no ir. El trabajo, el cansancio, algún compromiso… Al principio no le di importancia, todos pasamos por épocas difíciles.
Hasta que un día hablé por teléfono con nuestra vecina, Carmen, y me soltó de repente:
Ayer vi a tu marido en la casa.
Me quedé helada.
¡Imposible! Tenía turno en el hospital.
No, no, lo vi claramente insistió ella.
Colgué el teléfono mientras mi mente se llenaba de pensamientos oscuros. “¿Tendrá una amante? ¿Se estará viendo con ella allí?”
El siguiente fin de semana, mi marido volvió a decir que no iríamos.
¿Y si voy yo sola? propuse.
¡No! contestó tajante. No me gusta que vayas sin mí, me preocuparía.
Su firmeza solo alimentó mis sospechas. Cuando salió de casa, decidí seguirle. Y, como imaginaba, tomó la carretera hacia el pueblo.
Esperé un rato y luego fui tras él. Al llegar, el corazón me latía con fuerza. Abrí la puerta… y me quedé paralizada. Hubiera preferido encontrar a una amante antes que lo que vi allí.
Entré con cuidado, escuchando. Todo en silencio. Pero del cobertizo llegaba un olor extraño, denso y dulzón, mezclado con algo metálico. Di un paso hacia allí, sintiendo que el corazón se me salía del pecho.
Dentro, colgadas de las vigas, había pieles de animales. Ya eso era desagradable, pero lo que me dejó sin aliento fue ver entre ellas algo que se asemejaba demasiado a piel humana.
No podía creerlo.
En ese momento, apareció mi marido en la puerta. Su rostro palideció al darse cuenta de que lo había descubierto.
Es… es por la caza murmuró, acercándose. Hace poco me aficioné. No quería asustarte…
Lo miré sin moverme. Todo en mí gritaba que mentía, pero fingí creerle. Forcé una sonrisa y dije:
Vale. Lo entiendo. Solo me ha pillado por sorpresa…
Se relajó, bajó los hombros. Volvimos a la casa en silencio, pero noté su mirada clavada en mi espalda, como si intentara adivinar si de verdad le creía.
Aquella noche no pegué ojo. A la mañana siguiente, en cuanto salió, llamé a la policía con las manos temblorosas. Sabía que más valía que lo investigaran, antes de confirmar mis peores temores.

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