**Diario de un hombre**
Siempre repetía un mismo nombre. Cuando supimos de quién se trataba, las lágrimas rodaron solas por nuestras mejillas.
Pensábamos que el anciano no sobreviviría la noche. Su respiración era débil, la tos lo consumía, los labios secos por la fiebre. Pero aún murmuraba:
Lolo Lolo
Al principio creímos que era el nombre de un ser querido: un hijo o un amigo. Con cuidado, le pregunté:
¿Quién es Lolo?
Con voz casi inaudible, susurró:
Mi fiel amigo Lo echo tanto de menos.
Entonces comprendimos: hablaba de su perro. Contacté a su hija, que venía apresurada desde otra ciudad. Cuando mencioné a Lolo, rompió a llorar:
Es nuestro golden retriever, tiene trece años.
Mientras su padre estaba en el hospital, Lolo había quedado al cuidado de mi hermano.
Decidimos organizar un encuentro. La enfermera consiguió el permiso de los médicos, y al cabo de unas horas, la puerta de la habitación se abrió: entró Lolo.
Cuando el perro vio a su dueño, ocurrió algo inesperado que nos dejó a todos sin palabras.
Lolo movió la cola sin parar, sus ojos brillaron. Saltó sobre la cama y apoyó la cabeza en el pecho de Vicente.
El anciano abrió los ojos por primera vez en días y murmuró:
Lolo, ¿la encontraste?
Intercambiamos miradas con su hija. Ella preguntó:
¿A quién?
No hubo respuesta. Pero en ese instante, Vicente pareció calmarse, su respiración se acompasó mientras acariciaba el pelaje del perro con fuerza.
Ya me salvó una vez susurró. En la nieve, cuando nadie me creía.
Tras unos días, Vicente mejoró. Lolo no se apartó ni un momento de su cama.
Una tarde, me llamó y preguntó:
¿Crees que un perro puede salvar a una persona?
Miré a Lolo y contesté:
Creo que lo estoy viendo ahora.
Lolo no me salvó a mí dijo Vicente. Salvó a una chica de la calle de al lado a Lucía.
Fue hace trece años. Ella tenía dieciséis, todos pensaron que se había escapado. Pero yo sentí que algo iba mal.
Me contó cómo, día tras día, buscaba a Lucía con Lolo por los bosques y barrancos, aunque nadie le creyera.
Hasta que, una mañana, Lolo se detuvo en un claro y empezó a ladrar. Bajo un arbusto hallaron un pañuelo y a Lucía, helada pero con vida.
Resultó que su padrastro le había hecho daño, y ella había intentado huir. La dejaron en el bosque, y de no ser por Lolo, jamás la habrían encontrado.
Lucía vivió un tiempo con Vicente, hasta que una familia de acogida se la llevó.
Se escribieron un tiempo, pero luego perdieron contacto. Y Lolo la esperó toda la vida.
Le conté la historia a una amiga, y ella encontró un recorte de periódico viejo: *”Un perro guía a un hombre hasta una joven desaparecida.”*
Había incluso una foto.
Publiqué la historia en internet sin nombres, solo la historia de Lolo, Vicente y Lucía. Días después, llegó un mensaje:
Me llamo Lucía. Creo que hablan de mí.
Fue al hospital con su hija de cinco años. Con timidez, preguntó:
¿Señor V.?
Vicente sonrió:
Lolo, la encontraste. De verdad la encontraste.
Desde entonces, Lucía lo visitaba cada día y le decía:
Siempre fueron mi familia. Déjeme cuidar de usted.
Con permiso de los médicos, Vicente se mudó a su casa.
Lolo volvió a ser feliz: tenía un jardín, sol y una nueva amiguita que le leía cuentos.
Vicente vivió un año y medio más, rodeado de amor. Cuando partió, Lolo se acostó a su lado y no se movió en horas.
En el funeral, Lucía dijo:
Vicente no solo me salvó la vida me dio fe. Y Lolo me encontró dos veces.
En su jardín colocó una placa:
*”Lolo ángel de la guarda. Buen chico, para siempre.”*
Y al final, una frase pequeña:
*”Siempre llamaba a Lolo. No sabíamos quién era. Pero ahora nunca lo olvidaremos.”*
**Lección aprendida:** A veces, los héroes tienen cuatro patas y un corazón que no olvida.