Solitario

EL VIUDO

José estaba enamorado de Lola desde la escuela. Pequeña, frágil, con un puñado de pecas doradas sobre la nariz. Así la vio por primera vez, en quinto de primaria, y desde entonces, se enamoró perdidamente.

Lola era tres años menor. Siempre sacaba sobresalientes, era tímida y recatada. José, año tras año, se encariñaba más con ella. La observaba en el recreo mientras saltaba a la comba con sus amigas, ligera como una mariposa bajo el sol.

Cuando regresó del servicio militar, ese mismo día fue a verla con un ramo de claveles para pedir su mano. El padre de Lola, hombre severo y de pocas palabras, habló a solas con José largo rato. Después, con una sonrisa, le entregó la mano de su hija.

La boda fue alegre. Vinieron hasta los primos más lejanos. Los novios recibieron felicitaciones durante tres días. Los ojos de Lola brillaban de felicidad, y José se sentía el hombre más orgulloso del pueblo. Para él, no había novia más perfecta en toda Andalucía.

Dos años después, con ayuda de sus padres, José construyó una casa. Lola revoloteaba de alegría: tres meses antes de dar a luz a su primer hijo, por fin tendrían un hogar propio.

Nació una niña, a la que llamaron Carmen, como la abuela de Lola. La bebé era fuerte y sana, pero el parto dejó a Lola débil. Durante un año, anduvo pálida, como si la vida se le escapara. José la llevó de médico en médico, pero todos decían lo mismo: necesitaba tiempo para recuperarse.

Cuando Carmen cumplió año y medio, Lola descubrió que estaba embarazada otra vez. Los médicos le advirtieron: su cuerpo no aguantaría. Le recomendaron interrumpir el embarazo. Pero Lola se negó.

¡No voy a matar a mi hijo! No es culpa suya querer nacer. Lo que Dios quiera dijo con firmeza.

El último mes de embarazo, Lola estuvo hospitalizada. En casa, la pequeña Carmen añoraba a su madre, y José, desesperado, presentía la tragedia.

Y no se equivocó. Lola no resistió el parto. Su corazón se detuvo, pero dejó en el mundo a dos gemelas preciosas.

José quedó sumido en un dolor insondable. En el funeral, junto a la tumba, miraba el montículo de tierra con ojos vacíos. Ante él desfilaban los recuerdos: los días felices, la sonrisa de Lola, su risa resonando como campanas. Cuando bajaron el ataúd, cayó de rodillas y gritó, desgarrado.

¿Cómo voy a vivir sin ti? ¿Para qué seguir? Las lágrimas le quemaban las mejillas; dentro de él, solo un vacío negro.

Después del entierro, se refugió en el alcohol. Bebía para no recordar, para ahogar su voz en la mente.

Los padres de Lola se llevaron a las niñas. Creían que José nunca superaría su pena y que no podría criarlas.

Cuarenta días después, José, borracho y exhausto, se durmió en el corral. Y soñó. Lola entró en casa, vestida de blanco, el pelo suelto como un manto de fuego bajo el amanecer. Se acercó, le acarició la cabeza y le susurró, dulce como siempre:

Pepe, mi vida, ¿qué estás haciendo? ¿No te da vergüenza? Entrecerró sus ojos verdes y le señaló con un dedo. Las niñas apenas te ven, te extrañan. Tú, cariño, eres todo lo que tienen. Si me quisiste, quiérelas a ellas como me quisiste a mí.

José despertó sobrio, el sol calentándole la cara. Sin pensarlo, fue a casa de sus suegros, afeitado y con la ropa impecable. Besó la mano de su suegra, abrazó a su suegro, y se llevó a sus hijas.

A partir de entonces, los cuatro vivieron juntos. José aprendió a ser padre y madre. Cocía, lavaba, zurcía, y hasta trenzaba coletas mejor que ninguna.

Las niñas crecieron estudiosas, obedientes. Y si alguien las molestaba, José volaba como un halcón a defenderlas.

Los vecinos le preguntaban por qué no se volvía a casar. Él, joven y apuesto, solo sonreía:

Mirad, ya tengo tres novias en casa. ¿Traeré una cuarta? No, con cuatro no podría

Así, entre risas, noches en vela y trabajo duro, José crió a sus tres hijas. Cuando estaban en el instituto, una vecina empezó a visitarlo. Le llevaba setas secas, boquerones en vinagre, le tiraba indirectas.

Una noche, la invitó y le preguntó:

¿A cuál de mis hijas quieres más?

Ella se rió:

¡No me importan tus hijas! Pronto se irán. ¿Vas a quedarte solo? Yo te quiero a ti.

José le entregó una foto suya.

Toma. Quiéreme en tu casa todo lo que quieras.

La vecina se fue con el rabo entre las piernas.

Las niñas crecieron, estudiaron, pero nunca olvidaron a su padre. Los fines de semana volvían, le ayudaban en todo.

Después, José las casó. Habló con cada novio, como su suegro hizo con él. Solo quería felicidad para sus princesas.

Ahora, sus hijas tenían sus propias familias, hijos, nietos. Pero nunca olvidaban a su padre. Cada domingo, cada fiesta, volvían al pueblo.

Cuando José cumplió 81 años, soñó otra vez.

Estaba en un campo, joven y fuerte. Hacia él corría Lola, descalza, el pelo al viento como llamas. Él abrió los brazos, el corazón a punto de estallar.

Se abrazaron. Ella le miró y susurró:

Pepe, eres un hombre maravilloso. Les diste una vida perfecta. Lo vi todo. Cada día rogué por ti. Le tomó la mano. Vamos. Ahora, juntos para siempre.

Caminaron por la hierba, verde como esmeralda.

Toda la familia llegó para despedirlo. Las hijas lloraban, pero sabían la verdad:

Ahora estaba con la mujer que amó toda su vida.

Esta historia es real. La oí de mi abuela. Todos en el pueblo conocían a este hombre. Así es como un padre elige vivir, no para sí mismo, sino para sus hijas.

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