“Por favor, solo 10 euros,” suplicó el niño para limpiarle los zapatos al director ejecutivo.
Era una mañana fría en Madrid. Javier Márquez, un hombre acostumbrado a controlar cada minuto de su día, se refugiaba en su cafetería favorita antes de una reunión crucial. Su vida era un reloj perfecto: juntas, adquisiciones y oficinas de cristal donde el poder se medía en cifras.
No vio al niño acercarse hasta que una vocecita lo sacó de sus pensamientos.
Disculpe, señor dijo el pequeño, casi ahogado por el viento helado. Javier levantó la vista, molesto, y lo miró: un chiquillo de unos ocho años, con un abrigo demasiado grande y guantes que no hacían pareja.
No quiero nada gruñó Javier, volviendo a su teléfono.
Pero el niño no se movió. Se arrodilló en la acera, sacando una caja de betún de debajo del brazo.
Por favor, señor, solo 10 euros. Se los dejaré como nuevos.
Javier lo observó con curiosidad. Madrid estaba llena de gente pidiendo, pero este niño era distinto: persistente y educado.
¿Por qué 10 euros exactamente? preguntó, aunque no quería saberlo.
El niño levantó la cara, y Javier vio algo que no esperaba: ojos oscuros llenos de urgencia, mejillas rojas por el frío.
Es para mi mamá, señor susurró. Está enferma. Necesita medicina.
Javier sintió un nudo en la garganta y lo rechazó enseguida. Él no era de los que se dejaban llevar por emociones.
Hay centros de ayuda. Ve a uno dijo, apartándolo con la mano.
Pero el niño insistió. Sacó un trapo y lo agitó.
No es limosna, señor. Yo trabajo. Mire, sus zapatos están manchados. Se los dejaré tan brillantes que hasta sus socios le preguntarán dónde los lustró.
Javier soltó una risa seca. Era absurdo. Miró alrededor: la gente en la cafetería fingía no verlos. Cerca, una mujer con un abrigo gastado se aferraba a sí misma, temblando.
¿Cómo te llamas? preguntó, casi arrepentido de interesarse.
Dani, señor.
Javier suspiró. Consultó su reloj. Cinco minutos no cambiarían su día.
Bien. Diez euros. Pero que brille.
Los ojos de Dani brillaron más que cualquier betún. Se puso a trabajar con manos expertas, moviendo el trapo en círculos rápidos. Tarareaba, quizás para calmar los dedos entumecidos. Javier lo observó, notando su pelo revuelto y la determinación en sus gestos.
¿Haces esto siempre? preguntó, con más dureza de la que quería.
Dani asintió sin mirarlo.
Todos los días, señor. Después del cole también. Mamá trabajaba, pero ahora está enferma. Si no consigo la medicina hoy su voz se quebró.
Javier miró a la mujer contra la pared. Delgada, pálida, aguantando el frío sin pedir nada.
¿Es tu madre?
El trapo de Dani se detuvo. Asintió.
Sí, señor. Pero no le hable. No le gusta molestar.
Cuando terminó, Dani se sentó sobre sus talones. Javier miró sus zapatos: parecían espejos.
No mentías. Buen trabajo dijo, sacando su cartera. Le dio un billete de diez, dudó y sacó otro. Pero Dani negó.
Solo diez, señor. Usted lo dijo.
Javier frunció el ceño.
Toma los veinte.
Dani negó otra vez.
Mamá dice que no aceptemos lo que no ganamos.
Javier lo miró fijo. Ese niño, pequeño y hambriento, tenía más dignidad que muchos de sus colegas.
Quédate con ellos dijo, metiéndole el dinero en el bolsillo. Para la próxima.
La sonrisa de Dani iluminó la acera. Corrió hacia su madre, mostrándole los billetes. Ella levantó la vista, ojos aguados de gratitud.
Javier sintió algo raro en el pecho. Rabia, tal vez. O vergüenza.
Recogió sus cosas, pero antes de irse, Dani volvió corriendo.
¡Gracias, señor! ¡Mañana lo busco y se los limpio gratis!
Javier no pudo responder. Dani ya estaba abrazando a su madre, protegiéndola del frío.
Esa noche, en su piso de lujo en Salamanca, Javier no pudo dormir. La cama era suave, la cena exquisita, pero los ojos de Dani lo perseguían.
A la mañana siguiente, en lugar de ir a la reunión, volvió a la cafetería. La nieve seguía cayendo. Dani estaba allí, arrodillado junto a su madre, intentando que bebiera un café frío.
¡Señor! gritó Dani al verlo. ¡Hoy tengo betún nuevo! ¿Se los limpio? ¡Gratis!
Javier miró sus zapatos, impecables. Pero algo en la voz de Dani lo detuvo.
¿Cómo se llama tu madre? preguntó en voz baja.
Dani miró atrás.
Elena.
Javier se agachó hasta su altura.
Dani ¿qué pasa si ella no mejora?
El niño tragó saliva.
Me llevarán a un centro. Pero yo no quiero separarme de ella.
Javier sintió el frío en los huesos.
¿Dónde viven?
Dani señaló un albergue cerca de una iglesia abandonada.
Allí a veces. O en la calle.
Javier miró a Elena. Sus ojos se encontraron, llenos de orgullo y dolor.
No quiero caridad murmuró ella.
No es lástima dijo Javier. Es justicia.
Ese día, por primera vez en años, Javier faltó a una reunión. Llamó a una clínica privada, pidió una ambulancia y ayudó a cargar a Elena, que apenas podía caminar. Dani no soltó su mano.
Los médicos diagnosticaron neumonía y desnutrición. Javier se quedó en el hospital hasta tarde, viendo cómo Dani se dormía en una silla, aferrado a su trapo de limpiar.
No tiene que quedarse murmuró el niño. Usted tiene cosas importantes que hacer.
Javier miró sus zapatos, aún brillantes.
Hay cosas más importantes dijo. Como tú.
La recuperación de Elena fue lenta. Javier pagó todo: medicinas, enfermeras, un piso pequeño cerca del hospital. La primera noche allí, llevó comida y encontró a Dani dormido en el sofá, sin zapatos por primera vez en meses.
Tus zapatos necesitan un repaso bromeó el niño, medio dormido.
Javier rio, un sonido que le sorprendió.
Mañana prometió. Los ensuciaré a propósito.
Los meses pasaron. Javier los visitaba a menudo, llevando libros para Dani, ropa para Elena. A veces, cuando veía al niño hacer los deberes, sentía algo derretirse dentro de él.
Una noche, mientras arropaba a Dani, el niño preguntó:
¿Usted tenía mamá, señor Márquez?
Javier dudó.
La tuve. Trabajó mucho, como la tuya.
Dani lo miró.
¿Alguien la ayudó?
Javier cerró los ojos un instante.
Ojalá.
Dani le agarró la mano.
Me alegro de que usted ayudara a la mía.
Un año después, bajo el sol de primavera, Javier esperaba a Dani a la salida del colegio. El niño, más alto ahora, le limpió los zapatos por costumbre.
Sigues siendo el mejor dijo Javier.
Dani sonrió.
Promesa cumplida, ¿no?
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