LA CASETA DEL ÁRBOL

EL REFUGIO DEL ÁLAMO

El viejo álamo se inclinaba con el tiempo, pero seguía erguido en el patio de la escuela rural de Villarreal. Nadie recordaba cuándo lo habían plantado, pero todos decían que era “más antiguo que el cura del pueblo”.

Javier, el portero, lo cuidaba como si fuera un abuelo de corteza. Cada otoño, barría sus hojas con esmero, y en primavera, revisaba que no quedaran restos de columpios rotos o tablones abandonados.

Este árbol ha visto más juegos que nosotros en toda nuestra vida solía comentar.

Una mañana de septiembre, llegó Lucía, una niña de nueve años recién llegada al pueblo. Era callada y siempre se quedaba en un rincón del patio, dibujando sola en su cuaderno. Javier se fijó en ella.

¿No juegas con los otros? le preguntó.

No me conocen contestó sin mirarle. Y no sé si quiero que me conozcan.

Javier no insistió, pero esa misma tarde empezó a trabajar en algo. Usó maderas viejas, cuerdas y herramientas prestadas. Cada día, cuando los niños se marchaban, subía al álamo y añadía un nuevo detalle: una barandilla, una ventanita, un pequeño banco.

En una semana, había levantado un refugio entre las ramas más bajas.

Cuando Lucía llegó al día siguiente, Javier la llamó:

Ven, tengo algo que enseñarte.

Ella lo siguió con recelo. Al ver la puerta de madera escondida entre las hojas, se quedó sin aliento.

Es para ti si quieres dijo él. Aquí puedes dibujar, leer o simplemente estar. Nadie subirá sin tu permiso.

Lucía entró, dejó su cuaderno sobre el banco y miró por la ventana. Desde allí, el mundo parecía distinto: más pequeño, más tranquilo.

Poco a poco, empezó a invitar a otros niños. Primero a una compañera que le prestó unas ceras. Luego a un niño que le enseñó a hacer barcos de papel. El refugio del álamo se convirtió en un rincón de amistad.

Una tarde, una tormenta sacudió el pueblo con fuerza. Las ramas del árbol se movían como si quisieran arrancarse. Javier, preocupado, corrió al patio para asegurarse de que el refugio aguantara.

Lucía apareció empapada.

¿Está bien? gritó sobre el ruido del viento.

Creo que sí, pero mejor no subas.

Cuando la tormenta pasó, el refugio seguía en pie, aunque parte del techo estaba dañado. Javier respiró aliviado, pero antes de que pudiera repararlo, los niños de la escuela se organizaron. Cada uno trajo algo: cartones, trozos de tela, pintura, cuerdas. Entre todos, lo arreglaron.

En la pared, pintaron unas palabras que Lucía escribió con letra clara:

“Aquí siempre cabe uno más.”

Con los años, el refugio del álamo vio pasar muchas generaciones. Javier envejeció, y Lucía creció, se marchó a la ciudad y se hizo arquitecta.

Diez años después, volvió al pueblo para visitar a su abuela. Pasó por la escuela y vio que el álamo seguía allí, con el refugio intacto, aunque algo más gastado.

Encontró a Javier sentado en un banco.

Sabía que volverías dijo él, sonriendo.

Vine a darte las gracias contestó ella. Creo que aquí fue la primera vez que me sentí en casa.

Javier la miró con orgullo.

No era el refugio, Lucía. Eras tú. Solo necesitabas un lugar para recordarlo.

Ese día, Lucía prometió que, sin importar dónde estuviera, siempre construiría rincones donde la gente pudiera sentirse segura.

Porque el refugio del álamo no era solo madera y clavos: era la prueba de que, a veces, un pequeño gesto puede cambiar una vida.

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