Llegó Juan a la mesa de su padre, Don José, en su piso de Lavapiés y soltó, sin rodeos: Quiero el divorcio. Ya no aguanto más. Mi mujer, Cayetana, es una holgazana. ¿Cuántas veces tendré que cargar yo solo con todo?
Don José lo miró con calma y respondió: Perdóname, hijo.
¿Por qué? replicó Juan, incrédulo.
Porque no siempre he sido justo con tu madre. Esa culpa mía ha sembrado en ti esa sombra de divorcio
¿Que no quiero divorciarme? preguntó Juan, sorprendido.
No, no te separes. Ni se te pase por la cabeza jamás esa idea.
¿Hay que aguantar hasta el final?
No hay que aguantar por sufrir, sino por cambiar. No toleras su forma de ser, sino tu propia mala actitud. Si cambias tú, todo a tu alrededor cambiará.
¿Cómo puedo cambiar?
Observa a tu esposa como enseña el Señor. Ella es un regalo de Dios para ti, tu alegría, tu compañera, la madre de tus hijos. Es una delicada vasija que el Altísimo te ha puesto en las manos; cuídala con ternura, con cautela, con esmero. Todo lo demás son nimiedades.
Si hoy le falta alguna habilidad, apréndela juntos. Tú tampoco lo sabes todo; aún te falta mucho por aprender. Cuando le falte tiempo, cubre esa debilidad con tu fuerza y tu amor. Si no entiende algo, cuéntaselo al caer la tarde, mientras tomáis una taza de té o un café con leche, abrazándola suavemente por los hombros. Vuestro camino es sólo vuestro, vuestro amor sólo vuestro. Quien intente sembrar odio en tus ojos es un enemigo del hogar.
Aunque sea tu madre, tu hermano o tu mejor amigo, no los juzgues por eso. Perdónales y hazles entender que, por su esposa, por su amor, tú morirías sin pensarlo dos veces, pero jamás permitirías que nadie, ni aunque sea con una palabra mala, toque a tu familia.
¿Ustedes también quisieron separarse? preguntó Juan.
Nosotros, sin ayudantes, también nos peleábamos a veces. Éramos tercos, orgullosos Pero tenéis una vida distinta. Dios no os expulsará. Pedidle a Él sabiduría, ceded el uno al otro, compadecéos y alegraos mutuamente. El amor, si no lo conoces, se cultiva. Verás su grandeza y su valor cuando, en la vejez, abraces a tu esposa al atardecer, con la misma ternura de siempre, y no necesitéis más palabras.
El hijo se quedó en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, miró a Cayetana no como un problema, sino como a una mujer que también se cansa, que también tiene debilidades y que también anhela calor y apoyo. Le avergonzó haberse fijado solo en los defectos y no en esos ojos que antes brillaban de felicidad a su lado.
Esa noche volvió a casa sin reprochar nada. Se acercó, la abrazó y, con voz bajita, le susurró: Perdóname. No supe ver el mayor don de mi vida en ti.
Cayetana se quedó desconcertada, pero en sus ojos relució una chispa, la misma que una vez unió sus corazones. No hubo necesidad de largas explicaciones; el silencio, el toque y la certeza de que seguían juntos bastaron.
Porque el verdadero amor no desaparece; a veces se adormece bajo capas de reproches y preocupaciones cotidianas. Pero si lo riegas con atención, paciencia y ternura, vuelve a despertar más fuerte que antes.






