Era una tarde sombría de miércoles cuando empezó a llover: al principio suavemente, luego con tal fuerza que obligaba a detenerse solo para escuchar el estruendo del agua.
Emily Carson acababa de acostar a los gemelos para su siesta y guardaba la compra cuando un ligero golpe en la puerta la sobresaltó.
Vivir sola con sus cuatro hijos en una modesta casa cerca de Asheville, Carolina del Norte, la había vuelto precavida.
Su esposo, Ryan, había muerto tres años atrás en un accidente laboral, y desde entonces, cada ruido nocturno o visita inesperada la ponía en alerta.
Al asomarse por la mirilla, divisó a un anciano empapado.
Su abrigo beige se adhería a su delgado cuerpo, y su cabello blanco caía sobre su frente.
Llevaba una bolsa de tela y un pequeño paraguas doblado por el viento.
Emily entreabrió la puerta.
¿En qué puedo ayudarle, señor? preguntó.
El hombre sonrió con amabilidad.

Disculpe la molestia, señora. Mi auto se descompuso más arriba y he caminado bastante.
No tengo teléfono solo esperaba secarme un momento.
Emily vaciló, pero algo en su mirada quizás bondad, quizás agotamiento la hizo ceder.
Miró hacia el pasillo, donde su hija mayor, Lily, estaba absorta en un libro.
Unos minutos nada más dijo al fin, abriendo la puerta.
El anciano hizo una leve inclinación al entrar.
Gracias. Me llamo Walter.
Emily respondió ella. Permítame traerle una toalla.
Le entregó una manta y una taza de café caliente.
Él se sentó en el sofá como alguien que no había descansado en semanas.
Charlaron un poco. Walter contó que había sido carpintero y luego arreglista, ahora casi retirado.
Iba a visitar a un viejo amigo, pero se había perdido.
Hoy en día, pocos reciben a extraños dijo mientras sorbía el café. Usted tiene un alma noble.
Emily sonrió cortésmente y fue a revisar a sus hijos dormidos.
Su plan era dejarlo secarse una hora y llamar asistencia si fuera necesario.
Pero la lluvia arreció y la noche cayó, así que le ofreció quedarse en el sofá.
A la mañana siguiente, Walter ya estaba en pie, preparando huevos revueltos y café con naturalidad.
Los niños se encariñaron al instante; incluso Noah, el pequeño de cuatro años, se acurrucó en su regazo sin vacilar.
Walter se quedó tres días más. Cortó el césped, arregló el grifo que gotAl final, cada vez que la lluvia caía con fuerza, Emily recordaba con gratitud el día en que un desconocido tembloroso tocó su puerta y cambió su vida para siempre.





