El estómago resonaba como el ladrido de un perro callejero, y mis manos se congelaban mientras caminaba por la acera, contemplando las vitrinas iluminadas de los restaurantes, atrapado por el aroma a comida recién hecha que dolía más que el frío. No llevaba ni una sola moneda.

21 de febrero.
El estómago me gruñía como un perro callejero y las manos se me helaban. Caminaba por la acera de Gran Vía, mirando los escaparates iluminados de los restaurantes, con ese aroma a comida recién hecha que dolía más que el frío. No llevaba ni un solo euro en el bolsillo.

La ciudad estaba helada. Ese tipo de frío que no se escapa con una bufanda ni con los dedos metidos en los bolsillos. Se colaba hasta los huesos y recordaba que estaba solo, sin casa, sin comida sin nadie.

Tenía hambre.

No el hambre de no he comido en unas horas, sino la que se instala en el cuerpo durante días, la que hace temblar el estómago como un tambor y que da vueltas a la cabeza cuando te agachas demasiado rápido. Hambre de verdad, la que duele.

Llevaba más de dos días sin probar bocado. Solo había bebido un poco de agua de una fuente pública y mordisqueado un trozo de pan viejo que me ofreció una anciana en la calle. Mis zapatos estaban rotos, la ropa sucia y el cabello enmarañado, como si el viento me hubiera peleado.

Avanzaba por una avenida llena de tabernas elegantes. Luces cálidas, música suave, risas de los comensales todo un mundo ajeno al mío. Detrás de cada vitrina, familias brindaban, parejas sonreían, niños jugaban con sus cubiertos como si nada pudiera doler.

Yo yo me moría por un trozo de pan.

Después de rondar varias cuadras, entré en una taberna cuyo perfume era de gloria. El olor a carne asada, arroz caliente y mantequilla fundida me hizo agua la boca. Las mesas estaban llenas, pero nadie me prestó atención al principio. Vi una mesa recién despejada, todavía con restos de comida, y el corazón se me aceleró.

Cuales pasos cautelosos, sin mirar a nadie, me senté como si fuera cliente, como si también tuviera derecho a estar allí. Sin pensarlo, agarré un pedazo de pan duro que quedó en la cesta y lo llevé a la boca. Estaba frío, pero para mí era un manjar.

Metí unas papas frías en la boca con las manos temblorosas y traté de no llorar. Un trozo de carne casi seco siguió. Lo mastiqué despacio, como si fuera el último bocado del mundo. Justo cuando empezaba a relajarme, una voz grave me sacudió como una bofetada:

Oye. No puedes hacer eso.

Me paralicé. Tragué con esfuerzo y bajé la mirada.

Era un hombre alto, impecablemente vestido con traje oscuro. Sus zapatos brillaban como espejos y la corbata le caía perfecta sobre la camisa blanca. No era camarero, tampoco parecía un cliente corriente.

Lo lo siento, señor balbuceé, con la cara ardiendo de vergüenza. Solo tenía hambre

Intenté meter un trozo de papa en el bolsillo, como si eso pudiera salvarme de la humillación. Él no dijo nada, solo me miró, como sin saber si enfadarse o compadecerme.

Ven conmigo ordenó al fin.

Yo retrocedí un paso.

No voy a robar nada supliqué. Déjeme terminar esto y me voy. Le juro que no haré escándalo.

Me sentía tan pequeña, tan rota, tan invisible. Como si no perteneciera a ese sitio, como si fuera una sombra molesta.

En vez de echarme, alzó la mano, hizo una seña al camarero y se sentó en una mesa del fondo. Yo me quedé quieta, sin comprender qué ocurría. Unos minutos después, el camarero se acercó con una bandeja y dejó frente a mí un plato humeante: arroz esponjoso, carne jugosa, verduras al vapor, una rebanada de pan caliente y un vaso grande de leche.

¿Es para mí? pregunté con voz temblorosa.

Sí respondió el camarero, sonriendo.

Levanté la vista y vi al hombre observarme la escena desde su mesa. No había burla en su mirada, ni lástima, sólo una calma inexplicable.

Me acerqué a él, con las piernas como gelatina.

¿Por qué me dio comida? susurré.

Él se quitó el abrigo y lo dejó sobre la silla, como quien se despoja de una armadura invisible.

Porque nadie debería buscar entre las sobras para sobrevivir dijo con voz firme. Come tranquila. Yo soy el dueño de este sitio y, de hoy en adelante, siempre habrá un plato esperándote aquí.

Me quedé sin palabras. Las lágrimas me quemaron los ojos. Lloré, no sólo por el hambre, sino por la vergüenza, el cansancio, la humillación de sentirme menos y por el alivio de saber que alguien, por primera vez en mucho tiempo, me había visto de verdad.

Volví al día siguiente.

Y al otro.

Y al siguiente también.

Cada vez el camarero me recibía con una sonrisa, como si fuera una clienta habitual. Me sentaba en la misma mesa, comía en silencio y, al terminar, dejaba las servilletas dobladas con cuidado.

Una tarde, volvió a aparecer el hombre del traje. Me invitó a sentarme con él. Al principio dudé, pero algo en su voz me hizo sentir segura.

¿Tienes nombre? preguntó.

Candelaria respondí bajita.

¿Y edad?

Diecisiete.

Él asintió lentamente, sin preguntar más.

Después de un rato, me dijo:

Tienes hambre, sí. Pero no solo de comida.

Lo miré confundida.

Tienes hambre de respeto, de dignidad, de que alguien te pregunte cómo estás y no solo te vea como basura en la calle.

No supe qué contestar, pero tenía razón.

¿Qué pasó con tu familia?

Murieron. Mi madre de una enfermedad. Mi padre se fue con otra. Nunca volvió. Me quedé sola. Me echaron de la casa donde vivía. No tenía a dónde ir.

¿Y la escuela?

La dejé en segundo de secundaria. Me daba vergüenza ir sucia. Las maestras me trataban como un bicho raro.

El hombre asintió otra vez.

Tú no necesitas lástima. Necesitas oportunidades.

Sacó una tarjeta de su bolsillo y me la entregó.

Mañana ve a esta dirección. Es un centro de formación para jóvenes como tú. Les damos apoyo, comida, ropa y, sobre todo, herramientas. Quiero que vayas.

¿Por qué hace esto? pregunté con lágrimas en los ojos.

Porque cuando yo era niño, también comí de las sobras. Y alguien me tendió la mano. Ahora me toca a mí hacerlo.

Pasaron los años. Entré al centro que me recomendó. Aprendí a cocinar, a leer con fluidez, a usar el ordenador. Me dieron una cama caliente, clases de autoestima, un psicólogo que me enseñó que no era menos que nadie.

Hoy tengo veintitrés años.

Trabajo como encargada en la cocina del mismo restaurante donde todo empezó. Llevo el cabello limpio, el uniforme planchado y los zapatos firmes. Me ocupo de que nunca falte un plato caliente para quien lo necesite. A veces llegan niños, ancianos, embarazadas todos con la misma hambre de pan, pero también de ser vistos.

Y cada vez que uno de ellos cruza la puerta, les sirvo con una sonrisa y les digo:

Come tranquilo. Aquí no se juzga. Aquí se alimenta.

El hombre del traje sigue apareciendo de vez en cuando. Ya no lleva corbata tan apretada. Me saluda con un guiño y, a veces, compartimos un café al final del turno.

Sabía que llegarías lejos me dijo una noche.

Usted me ayudó a empezar le respondí, pero el resto lo hice con hambre.

Él rió.

La gente subestima el poder del hambre. No solo destruye, también impulsa.

Yo lo sé bien.

Mi historia comenzó entre sobras, pero ahora ahora cocino esperanzas.

He aprendido que el verdadero alimento no es solo el pan, sino la dignidad que se reparte a quien la necesita. Esa es la lección que llevo escrita en el corazón.

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MagistrUm
El estómago resonaba como el ladrido de un perro callejero, y mis manos se congelaban mientras caminaba por la acera, contemplando las vitrinas iluminadas de los restaurantes, atrapado por el aroma a comida recién hecha que dolía más que el frío. No llevaba ni una sola moneda.